02 | El gato y la chica

154 3 1
                                    

El nombre del gato era Mikado. Y a lo largo de los más de diez años de vida que tenía, había logrado conquistar el corazón de la señora Esther, su dueña, del resto de la familia y de todas las personas en general que visitaban la cafetería Peter Cat. Era un gato gris con demasiado pelaje que hacía que cualquier persona que lo viera, quisiera abrazarlo y dormir, mientras esperaban a que sirvieran el café. Mikado iba de un lado a otro durante la mañana. Observando, y posiblemente, juzgando, a las personas que entraban al café. Generalmente se acercaba a las personas que tenían más de media hora sentadas en una mesa, y las miraba conversar. Mikado era un gato común y corriente, con la única diferencia que parecía que te entendía cuando le hablabas. El gato no te respondía palabra alguna, pero movía la cabeza y a veces las orejas. Cerca del mediodía, solía sentarse en la puerta de la cafetería mientras veía a las personas pasar y a los carros ir de un lado a otro. La señora Esther siempre estaba al cuidado de su gato, porque era el último recuerdo de su nuera y porque sabía que siempre que encontraba la oportunidad para escapar, lo hacía. Aunque siempre volvía después de varias horas. La señora Esther evitaba por todos los medios que el gato saliera de la cafetería. "Es un mundo salvaje y peligroso allá afuera" le decía, cada vez que el gato daba un paso más allá de la puerta de la cafetería.

El día estaba un poco frío, a pesar de haber algo de sol. El verano ya había terminado y el otoño estaba llegando a la ciudad, en donde se notaba el viento más fuerte que de costumbre. La cafetería estaba llena de personas que conversaban y tomaban el café de la tarde. Roberto se encontraba en la barra ayudando a la señora Esther, prestando atención y anotando todo lo que le decía sobre cómo preparar un buen café. Mientras que Gabriela se encontraba tomando órdenes y sirviendo. Por su parte, el señor Efraín conversaba con un par de personas que estaban sentadas en una de las mesas, anotando en un cuaderno pequeño algunas cosas que le decían. Mientras todo el mundo estaba ocupado con sus cosas, Mikado apareció detrás de la barra de la cafetería y caminó hasta la puerta para sentarse. Miró a un par de personas pasar, vio el cielo gris de la ciudad y se preguntó si no estaría a punto de llover. Sintió el airé que soplaba en ese momento a través de sus largos bigotes y se puso a olerlo, miró hacia un costado de la calle y se concentró en los carros que pasaban. Ciertamente, era un día común y corriente para él. Volteó a mirar a la señora Esther y vio que estaba ocupada enseñando cómo hacer café al chico nuevo que había entrado hace un par de días.

—Mikado, no te vayas a ir, ¿ya? —Dijo Gabriela, parándose a su costado y acariciándole la cabeza.

Mikado soltó un maullido suave, como diciendo que le había entendido. Se echó a un lado de la puerta y cerró los ojos, esperando dormir un poco más.

Roberto estaba preparando el cappuccino que una mujer había pedido, tenía algo de prisa, así que mientras Roberto seguía los pasos que la señora Esther le había enseñado, se concentraba en no derramar nada. Preparó su primer cappuccino y le salió excelente. La mujer cogió el vaso y salió sin despedirse.

—Vaya, cómo odio a las personas que son así —dijo la señora Esther, limpiando la barra con un trapito húmedo que tenía colgado en el delantal.

—¿Cómo así? —Quiso saber Roberto, en ese momento se encontraba acomodando las tazas encima de la cafetera para que se calentaran un poco.

—Pues así, como esa mujer, apurados, como si el mundo se fuese a terminar en cinco minutos... Bueno, puede que sí se acabe en cinco minutos, pero creo que es más que eso, creo que las personas no disfrutan realmente de sus vidas ni los placeres que hay en ellas.

—Honestamente eso es algo que yo solía hacer —confesó Roberto, sentándose un rato y mirando a las personas de la cafetería conversar.

—¿En serio? —Preguntó la señora Esther. Cogió un vaso y se sirvió agua. —Sí —Roberto pensó por un momento— antes iba de un lado a otro apurado, hasta que me di cuenta que todos mis días eran lo mismo, una copia de una copia. Como si algo dentro de mí estuviese programado para que solo hiciera las mismas cosas una y otra vez. —Eso es la rutina —dijo la señora Esther, mirando a Roberto con amabilidad, como quien realmente mirara a un niño perdido.

El Café de las Almas PerdidasWhere stories live. Discover now