Una esperanza entre derrotas

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Francisco Aguirre tenía sesenta y cinco años cuando lo conocí, como tantas otras muchas veces en su vida, también esta vez llegó tarde para exigir sus legítimos derechos ciudadanos.

Como otras tantas veces en su vida, también fracasó, pero esta vez la derrota le dejó un sabor a podrido y le indicó el final del camino.

Desde que tiene memoria la vida lo arrinconó y le señaló su lugar en este mundo, el único territorio posible para sus huesos ¡La sombra de la esquina! esa zona invisible en donde se mueve entre opacos y grises.

La memoria no le permite reconocer el primer revés, o quizás fueron tantos y tan seguidos sus naufragios, tan continúas las desgracias, tan permanentes sus caídas, que minaron su ánimo y sabe a fuerza de experiencia, que el destino de cualquier empresa que acometa terminará en ruinas, como su propia vida.

Se deja empujar por pura costumbre en cualquier dirección, total, sabe perfectamente que sus pasos lo llevaran invariablemente de un desastre a otro.

De su aspecto frágil manaba decadencia, negación y desidia, pero con qué valor culparlo, cuando siempre estuvo indefenso y contra las cuerdas, no tuvo una sola esperanza que no finalizará en un descalabro y el pesar se convirtió en su dueño.

Quien conoció a Francisco Aguirre no lo recuerda, yo lo encontré por casualidad. A sus sesenta y cinco años intentó soliviantar los ánimos en una cola interminable, que creció desde la madrugada en las puertas de una farmacia, era impostergable la compra de un medicamento que necesitaba con urgencia, pero por su carnet de identidad únicamente podía comprarlo dos días después, intentaba un gesto desesperado, la frustración, esa imagen de verse tirado en una cama, inmóvil, esperando la muerte lo espantó, lo llevó a un grado de exaltación que no conocía, a las nueve y media de la mañana, atragantado de abusos, golpeó con un aldabón la puerta, que sin razón alguna permanecía cerrada, y exigió que cumplieran el horario establecido. Otros, tan desesperados como él, que buscaban leche, o pañales para sus hijos, toallas sanitarias, inyectadoras, o algún medicamento desaparecido desde hacía meses, empujaron la puerta hasta romperla, de inmediato apareció la Guardia Nacional Bolivariana, que no se presentó antes, cuando la banda de motorizados llegó para instalar a sus mujeres de primeras en la fila, bajo la amenaza de sus pistolas y con los teléfonos celulares en la mano.

Los guardias buscaron al responsable, infiltrados en el tumulto aparecieron los patriotas cooperantes, ese miserable invento cubano, y lo señalaron, y lo acusaron, y lo entregaron con burlas y prepotencia a la desmedida brutalidad de un escuadrón de desalmados uniformados.

Los guardias se ensañaron con el agitador inofensivo, derrotado de antemano, Francisco Aguirre no opuso la menor resistencia. Lo golpearon sin importarle la edad, algunas voces intentaron con timidez ayudarlo y los amenazaron con la fuerza de los fusiles, el miedo, ese fantasma que congrega multitudes silenció la posibilidad de ayuda.

Le colocaron unas esposas, lo acusaron de sedición y lo enterraron en una camioneta negra, apenas pudo pronunciar su nombre con la boca rota. La injusticia, la impotencia quedaron grabadas como un latigazo en mi memoria.

Yo estuve en esa cola, estuve a su lado y recuerdo sus ojos decepcionados. Francisco Aguirre había nacido en una dictadura y hoy desaparecía bajo otra dictadura, sin oportunidad alguna.

Con letras firmes y negras, sobre la pared de enfrente un mensaje, una esperanza, un letrero que comprendo:

Contra el abuso eterno del comandante muerto ¡RESISTE!

Contraviniendo mi habitual desidia, mi falta de interés, contra el miedo, contra el engaño, contra las amenazas, en nombre de los Francisco Aguirre, decido participar en todas las manifestaciones que se convoquen contra esta Dictadura.


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