La encrucijada de las circunstancias

8 0 0
                                    


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Apenas oscurece y la ciudad se apresura a guardar un silencio cómplice. Antes de las seis de la tarde, con anticipación a las sombras el instinto se inquieta, la sangre se agita, se dispara el pensamiento, y una urgencia enfermiza nos recorre el cuerpo, el miedo obliga apresuradas retiradas con el único fin de salvar la vida.

Cada día conocemos incontables historias: De un amigo, un conocido, un familiar. ¡Temerarios! que no quisieron oír los insistentes ruegos de una madre, las súplicas de una esposa, la advertencia de una novia, que dejan al descubierto un amor genuino para implorar:

No te dejes alcanzar por las sombras.

No regreses tarde.

Son innecesarios los riesgos.

No hay necesidad de tentar los demonios del peligro.

Quien tercamente insiste en no oír consejos, en no tomar las debidas precauciones ante el enorme riesgo de una ciudad tóxica, inevitablemente es alcanzado por la mano desnuda del horror.

Hoy las circunstancias dictan un rumbo diferente a las estrictas costumbres que mantengo para preservar la vida. En la puerta me detuvo el jefe y dijo: Necesito que revises este inventario, me entregó un disco con la memoria, y agregó:

Cuando termines déjalo en mi escritorio.

Esos pocos segundos fueron suficientes, mis compañeros salieron en desbandada. La rabia, el silencio y el miedo se quedaron conmigo.

Revisé el archivo, hice las correcciones necesarias y cumplí con las instrucciones lo más rápido que pude. Eran las siete y media de la noche cuando dejé la Oficina, en la gaveta de mi escritorio y cerrado con seguro se quedaron mi reloj, el celular, las llaves y mi cartera. En los bolsillos guardé mi cédula de identidad y suficiente dinero para pagar los pasajes. Pocas precauciones contra el miedo que me arropa.

En la calle la oscuridad es total, ni un solo foco está encendido, camino aterrado hasta la Avenida Baralt, las luces de los carros que pasan son los destellos que la iluminan, en la parada del autobús tampoco hay nadie.

En la noche el temor escarba con insistencia en los corazones, siluetas deformes se deslizan entre grises, crecen en estas sombras las amenazas y ya no hay tiempo de lamentarse, todos mis sentidos están alertas y me consume el pánico. Finalmente respiro en el momento que se detiene el autobús.

Al entrar siento que los pasajeros me observan intentando descubrir mis intenciones. Una estridente canción rumbosa suena en la radio. Me siento al lado de una señora que protege una bolsa plástica con dos panes. La gula me delata, tengo un mes que no encuentro pan. La mujer comenta al ver mi asombro:

Pase dos horas en una cola para conseguirlos, me vendieron únicamente dos.

El autobús sigue la huella de una ruta establecida de antemano. Antes de llegar a Quinta Crespo se montan tres muchachos, no nos dan tiempo de sorprendernos y a modo de advertencia cada uno muestra una pistola. Con insultos y gritos exigen que les entreguemos el dinero, los celulares, arrebatan los relojes, ninguno de nosotros lleva cadenas, ni aretes, ni joyas.

Un joven que ocupa el asiento de atrás se lanza por la ventana y lo atropellan al caer en medio de la avenida, la señora a mi lado abre el pan y temblando lo rellena como puede con unos billetes.

A esta peligrosa encrucijada me empujó el acaso de las circunstancias, me eligieron para un trabajo que no pude rechazar, inevitablemente pienso en la señora a mi lado y las dos horas en una cola por dos panes que la enfrentan al riesgo de perder la vida.

Aumentan los gritos y el miedo se desborda incontenible, uno de los ladrones se nos acerca, le entrego lo que tengo. Me pide el celular y a duras penas, en un murmullo, contesto:

No tengo trabajo.

La señora a mi lado muestra la cartera abierta y dice llorando:

No tengo dinero.

El muchacho intenta arrebatar el pan, la señora lo defiende con su cuerpo y con un llanto desesperado que parte el alma. Este desalmado acto me obliga a interceder y a pesar del pánico suplico:

No le quites el pan.

El muchacho termina por quitarle el pan a la señora y me grita:

¡Cállate becerro!

Con la pistola me golpea en la sien.

ResistenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora