XXII

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Elena abrió los ojos y estiró los brazos por encima de su cabeza. Sebastian sujetó una de sus muñecas y se la llevó a los labios.

—Me cuesta mucho controlarme cuando te tengo tan cerca —le dijo él mientras recorría el dorso de su mano con la boca. Ella se estremeció, aquel contacto desató de nuevo el torbellino de deseo que la había embriagado la noche anterior. Sin dudarlo, se inclinó sobre él y comenzó a besarle el pecho.

—Lo mejor es no controlarse, detective Stan. —Sus ojos castaños lo desafiaron abiertamente. Ella contempló su rostro y le sostuvo la mirada mientras su boca trazaba cada milímetro de su torso musculoso. Levantó la mano para recorrer su mandíbula áspera, luego las mejillas hasta posarse en sus labios entreabiertos para comenzar a descender, muy lentamente, una vez más.

—Llámame Seb —le pidió él y contuvo el aliento. —Anoche lo susurraste una vez y sonó maravillosamente bien.

—Seb... Seb —le susurró en su oreja.

Sebastian la aprisionó entonces por la cintura y la sentó encima de él. Era una invitación que Elena no iba a desaprovechar. Comenzó a besarlo y Sebastian sintió una descarga de placer que lo dejó aturdido. Ella lo acariciaba y lo provocaba con la lengua en suaves movimientos circulares. Cuando llegó hasta dónde él deseaba que ella llegara y justo cuando creía que iba a estallar, ella comenzó a desandar su camino de besos, subiendo de nuevo por el abdomen y el pecho hasta llegar a su boca. Se alzó sobre él y sus pechos oscilaban sobre Sebastian. Su ardor creció y sus ansias se hicieron cada vez más sofocantes, hasta volverse arrolladoras. Y no quedó nada más que ella, la pasión y la magia que le entregaba.

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—Eres tan parecida. —Sus dedos acariciaban su mejilla temblorosa—. Es casi como tenerla aquí.

Lisa Rogers volvió la cara, aquellas manos le causaban repugnancia. Había estado tocando su rostro durante toda la noche. Le había dicho que se parecía a la mujer que él amaba tantas veces que ya había perdido la cuenta. No recordaba en cuántas oportunidades le había repetido que ella no era la mujer que él creía.

No era Ellie. Le había gritado su nombre, una y otra vez, pero él parecía no escucharla. Lo observó mientras se dirigía a la ventana. Intentó zafarse, pero las esposas que le rodeaban sus muñecas y la tenían atada a la cama no cederían con facilidad. No importaba cuánto se esforzara por liberarse, sabía que no había escapatoria posible.

No entendía qué hacía aquel tipo allí. Lo había dejado entrar a su casa porque la había convencido con su historia de la encuesta para la Comisión de los Derechos de los Animales. Más tarde, en un momento, él la había sujetado por detrás y cuando despertó se encontró atada en su propia cama, con un vestido que no era el suyo y peinada con una trenza al costado de la cabeza. El pequeño Bongo había logrado huir antes de que él pudiera hacerle daño.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —le gritó y exigió su atención.

Pero él ni siquiera se giró a mirarla. Su Ellie no le haría aquellas preguntas; ella sabría que, cuando estuvieran juntos, deberían cumplir con el destino que se les había signado. Sería la última vez que haría aquello, ya no tenía sentido dilatar el momento del rencuentro. Se giró lentamente y la observó. Sus ojos estaban vacíos: la miraban, pero no era a ella a quién veían. En su mente y en su corazón era Ellie la que estaba tendida en aquella cama y esperaba por él. Se acercó y cuando la vio temblar y sacudirse en un intento por escapar de su destino le sonrió.

—No hay nada que puedas hacer. Ellie debe comprender que tiene que estar a mi lado. Tu muerte me llevará con ella, serás el puente que nos unirá al fin.

Una Obsesión Mortal » Sebastian Stan - Adaptada (EDITANDO) Where stories live. Discover now