Capítulo 10

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Delante de él había una puerta abierta que dejaba entrever un cuarto de baño. Se acercó lentamente y pasó los ojos azules por las cosas que había sobre el tocador. Laca de pelo, lociones, cosméticos. El cuarto de baño de una mujer. ¿Quizá de la pelirroja que iba en el barco? Todo estaba limpio, impecablemente limpio, y tanto el baño como el dormitorio tenían cierto aire lujoso, como si todo en ellos hubiera sido elegido atendiendo al máximo confort al mismo tiempo que se dejaban muchos espacios sencillamente vacíos. La puerta contigua era un armario. Apartó las perchas y echó un vistazo a las tallas. Toda la ropa era de mujer, o de un hombre bajo y muy esbelto de sexualidad indeterminada. Había prendas casi andrajosas y otras sofisticadas y elegantes. ¿Un disfraz?

Entreabrió cautelosamente la puerta siguiente y aplicó el ojo a la rendija para asegurarse de que no había nadie al otro lado. El pequeño pasillo estaba vacío, igual que la habitación que se veía más allá. Abrió la puerta apoyándose con una mano en el marco. Nada. Nadie. Estaba solo y aquello carecía de sentido.

Estaba débil y tenía tanta sed que parecía tener en la garganta los fuegos del infierno. Cruzó cojeando la sala de estar. Lo siguiente era la cocina, pequeña, luminosa y extremadamente moderna. Sobre la encimera había una colorida variedad de verduras y, en el centro de la isleta, una fuente llena de fruta fresca.

Se acercó a trompicones al fregadero y abrió las puertas de los armarios hasta que encontró los vasos. Abrió el grifo del agua fría, llenó un vaso, lo levantó y bebió con tanta ansia que se derramó parte de su contenido por el pecho. Una vez satisfecha aquella terrible urgencia, bebió otro vaso de agua y esa vez logró que no se le derramara nada.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? Las lagunas de su memoria lo ponían furioso. Se sentía vulnerable, no sabía dónde estaba ni qué había ocurrido, y no podía permitirse aquella debilidad. Además, estaba hambriento. Atraído por la fuente de fruta, engulló un plátano y media manzana, pero de pronto se sintió lleno y no pudo comer ni un solo bocado más, así que tiró a la basura la cáscara del plátano y la manzana a medio comer.

De acuerdo, podía moverse. Despacio, pero no estaba indefenso. Su siguiente prioridad era encontrar algún medio de autodefensa. El arma que tenía más a mano era un cuchillo. Examinó los que había en la cocina y eligió el que tenía la hoja más fuerte y afilada. Con él en la mano, comenzó a registrar la casa lenta y metódicamente, pero no encontró ninguna otra arma.

Las puertas exteriores tenían cerraduras muy sólidas. No eran sofisticadas, pero retrasarían la entrada de cualquiera que intentara colarse en la casa. Las observó intentando recordar si había visto algunas cerraduras exactamente iguales y llegó a la conclusión de que no. Estaban echadas, pero ¿qué sentido tenía poner las cerraduras dentro, donde podía manipularlas? Giró el pestillo y la cerradura se deslizó con un movimiento suave y casi silencioso. Receloso, asió el picaporte, entornó la puerta y miró por la rendija por si veía a alguien. La puerta pesaba demasiado para ser una puerta corriente. La abrió un poco más, pasando los dedos por el borde. Acero reforzado, se dijo.

Aquélla era una prisión muy bonita, pero las cerraduras estaban en el lado equivocado de las puertas y no había guardias. Abrió la puerta por completo y, al mirar a través de la mosquitera, vio un jardincito bien cuidado, un bosque de altos pinos y un grupo de gansos blancos que buscaban insectos entre la hierba. El calor que entraba por la mosquitera, pesado y denso, lo golpeó como un puñetazo. De pronto, como por arte de magia, un perro apareció desde detrás de un arbusto, se subió al porche de un salto y se lo quedó mirando sin parpadear, con las orejas hacia atrás, gruñendo y arrugando el hocico.

Examinó desapasionadamente al perro al tiempo que sopesaba sus posibilidades. Un perro de ataque entrenado, un pastor alemán de unos treinta y cinco o cuarenta kilos. En el estado en que se hallaba no tenía nada que hacer contra un perro como aquél, ni siquiera con un cuchillo en la mano. Estaba, después de todo, eficazmente enjaulado.

Diez días contigo (Niall Horan y tu)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora