treinta y uno.

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Querido lector:

Me he mirado al espejo y no me he reconocido.

Me veía a mí, veía mi pelo, mis ojos, mis labios... pero no había nada más, era como un maniquí, como una marioneta inerte.
Y he intentado hacer algo. He sonreído, y el reflejo me ha aterrado. ¿Eso era acaso una sonrisa?
No decía nada, no transmitía nada. Estaba vacía, hueca por dentro. Me he acercado al reflejo y me he mirado los ojos, se ha repetido lo mismo. Cuanto más miraba más se alejaban mis iris del negro alegre y brillante, se volvían vaciamente infinitos.
No llegaban a ninguna parte, pero me estaban traspasando.
Mi propia mirada en el espejo me estaba incomodando. He empezado a llorar.
Como quien no quiere la cosa.
Como quien se coloca el pelo suelto que le molesta en la cara.
Y no he podido parar. Es la única emoción que no parecía sacada de una película cutre de después de comer, la única que parecía de verdad.
He sentido
literalmente
la manera en la que se me partía el alma, y un montón de cachos rotos esparciéndose.
Esa sensación sigue poniéndome los pelos de punta a pesar de que a pasado casi una hora. Y ya no había nada, lector, nada.
No quedaba nada de mí, en un momento. Me he sentido un muñeco de trapo tirado en el suelo, olvidado.
Me he vuelto a abrazar a mí misma, a ver si se pasaba.
Pero no pasaba.
Esa sensación de profundidad infinita no acababa nunca, no se iba nunca. Me he lavado la cara y he respirado.
He salido del baño y me he encerrado en mi cuarto.
Un sinfín de pensamientos que han dejado mi autoestima por el suelo iban dando vueltas alrededor de mi cama, saltando de pared en pared.
He vuelto a romper en llanto.
He vuelto a hacerme añicos bajo la atenta mirada de alguien que no estaba ahí, de alguien que me juzgaba como a lo lejos.
De manera patética él ha aparecido por mis pensamientos de nuevo.
Sus brazos me han parecido el mejor lugar en el que estar. Notaba tan increíblemente cerca su abrazo,
lector, que me he levantado.
A sabiendas de que no había nadie en la habitación, a sabiendas de que estaba completamente sola. Me he puesto a dar vueltas, y no he podido más.
He desfallecido en el suelo, me he arañado, me he tirado del pelo, he gritado en silencio y he derramado mil lágrimas con rabia, impotencia y su puto nombre tatuado en mi cabeza. Hasta que ya, derepente, nada.
Sentía que seguía llorando.
Sentía que lo hacía con más desesperación, con más rabia,
pero no caía ni una puta lágrima.
Lloraba mi pecho.
Ahí, descubierto ante cualquiera.
Y, al no saber como sentirme después, he decidido contartelo.

Tormentas y demás pensamientos de madrugada. Where stories live. Discover now