2 Wells

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Capítulo 2 - Wells

El canciller había envejecido. Aunque hacía menos de seis semanas que Wells lo había visto por última vez, el hombre se había echado varios años encima. Nuevas vetas grises surcaban sus sienes y las arrugas que le rodeaban los ojos se habían acentuado.

—¿Me vas a decir por qué lo has hecho? —preguntó el canciller con un suspiro fatigado.

Wells cambió de postura. Se moría por decir la verdad. Habría dado casi cualquier cosa por borrar aquella expresión decepcionada del rostro de su padre, pero no podía correr riesgos; no antes de saber si su plan, tan insensato, había dado resultado.

Desvió la vista para no tener que sostener la mirada inquisitiva de su padre. Intentó memorizar el aspecto de las reliquias que decoraban la habitación y que puede que nunca volviera a ver: el esqueleto de águila de la vitrina, los pocos cuadros que habían sobrevivido al incendio del Louvre y las fotos de ciudades muertas, tan bellas que se estremecía solo de oírlas nombrar.

—¿Lo has hecho para exhibirte? ¿Querías presumir delante de tus amigos?

El canciller hablaba en el mismo tono comedido que empleaba durante las sesiones del Consejo. Alzó una ceja para indicar que estaba esperando respuesta.

—No, señor.

—¿Has sufrido un ataque de locura temporal? ¿Te drogas?

La voz del hombre dejaba entrever un brote de esperanza que, en otras circunstancias, a Wells le habría hecho gracia. Sin embargo, no había nada gracioso en la expresión de su padre, una mezcla de

cansancio y perplejidad que su semblante no había vuelto a reflejar desde el funeral de su esposa.

—No, señor.

De repente, Wells sintió el impulso de apretar el brazo de su padre con cariño, pero algo, aparte de las esposas, le impidió tender la mano hacia el escritorio. Desde que se habían reunido junto a la escotilla de liberación para despedir en silencio a la madre de Wells, no habían vuelto a salvar los quince centímetros que los separaban en todo momento, como si Wells y su padre fueran dos imanes y la carga magnética de su pena los repeliese mutuamente.

—¿Ha sido una especie de alegato político? —el padre de Wells arrugó la cara, como si la mera idea le provocase un dolor físico—. ¿Te lo ha sugerido alguien de Walden o de Arcadia?

—No, señor —repuso Wells, mordiéndose la lengua para contener la indignación.

Por lo visto, su padre llevaba seis semanas tratando de convertir mentalmente a Wells en una especie de rebelde, de reprogramar sus recuerdos para poder entender por qué su hijo, antes alumno

estrella y ahora cadete de rango superior, había cometido la infracción pública más grave de la historia. Sin embargo, ni siquiera la verdad habría disipado la confusión de su padre. A ojos del canciller, nada podía justificar que su hijo hubiera prendido fuego al Árbol del Edén, al retoño que habían trasladado a Fénix justo antes del Éxodo. Wells, por desgracia, no había tenido más remedio. En cuanto se había enterado de que Clarke formaba parte de los cien que viajarían a la Tierra, se

había puesto a discurrir una estratagema para unirse a ellos. Como hijo del canciller, solo una infracción pública y notoria podía garantizarle el confinamiento.

Wells recordó cómo había avanzado entre la multitud durante la Ceremonia de Conmemoración, bajo el peso de cientos de miradas, cómo le había temblado la mano cuando se había sacado el

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