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Capítulo 23

Bellamy

Empezaría por dejar que aquellos cerdos se murieran de hambre. Luego, quizá cuando estuvieran tan

famélicos que se arrastraran ante él suplicando perdón, saldría de caza. Pero tendrían que

conformarse con una ardilla o alguna otra pieza pequeña; ni en sueños pensaba cazar otro ciervo para

ellos.

Bellamy se había pasado la noche en vela, vigilando el hospital de campaña para asegurarse de

que nadie se acercaba a su hermana. Ahora que ya había amanecido, decidió caminar un poco por el

perímetro del campamento. Tenía energía que quemar.

Cruzó el lindero del bosque y su cuerpo se relajó al instante cuando las sombras lo rodearon. A lo

largo de las semanas pasadas, había descubierto que prefería la compañía de los árboles a la

presencia de otras personas. Se estremeció cuando un viento frío le azotó la nuca y alzó la vista. Los

claros de cielo visibles entre las ramas se habían teñido de gris, y el aire poseía una cualidad

distinta; casi húmeda. Agachó la cabeza y siguió andando. A lo mejor la Tierra se había hartado de

sus chorradas y estaba preparando un segundo invierno nuclear.

Dio media vuelta y deambuló hacia el arroyo, donde solía encontrar rastros de animales. Sin

embargo, un aleteo a pocos metros de allí captó su atención y se detuvo a mirar.

Algo de un rojo intenso ondeaba al viento. Puede que fuera una hoja, pero no había nada más cerca

de aquella sombra. Bellamy forzó la vista y, notando un extraño hormigueo en la nuca, avanzó unos

pasos. Era la cinta de Octavia. No sabía qué hacía allí —hacía días que su hermana no se internaba

en el bosque—, pero la reconoció perfectamente. Hay cosas que nunca se olvidan.

Los pasillos estaban a oscuras cuando Bellamy subió a toda prisa las escaleras que conducían a su vivienda. Había valido la pena

saltarse el toque de queda, siempre y cuando no lo pescasen. Usando un viejo conducto de ventilación, demasiado estrecho para que

nadie salvo un niño lo utilizase, se había colado en un almacén abandonado de la cubierta C del que le habían hablado. Estaba atestado de

toda clase de tesoros: un sombrero de ala ancha coronado por un extraño pájaro, una caja con una inscripción que rezaba

ABDOMINALES EN OCHO MINUTOS (a saber lo que significaba), una cinta roja enrollada al mango de una bolsa con ruedas.

Bellamy había cambiado casi todos sus hallazgos por créditos, pero se había quedado la cinta, aunque les habría proporcionado comida

para un mes. Quería regalársela a Octavia.

Presionó el escáner con el pulgar y abrió la puerta despacio. Se quedó helado. Alguien se movía en el interior. A esas horas, su

madre solía dormir. Avanzó en silencio, solo lo suficiente para oír mejor, y se relajó cuando un sonido familiar llegó a sus oídos. Su madre

cantaba la canción de cuna favorita de Octavia, algo que hacía constantemente. Se sentaba en el suelo y entonaba la nana a través de la

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