32 wells

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Capítulo 32

Wells

Wells contempló cómo Clarke se internaba en el bosque, mientras se sentía como si le perforaran el

esternón para arrancarle un trozo de corazón. Apenas oía el rugido de las llamas que devoraban

alegremente las provisiones, las tiendas... y a quienquiera que tuviera la desgracia de seguir dentro.

A su alrededor, unos cuantos de sus compañeros caían de rodillas, resollando o temblando

horrorizados. Pero casi todos permanecían muy juntos, contemplando el infierno, callados y quietos.

—¿Todo el mundo está bien? —preguntó Wells con voz ronca—. ¿Falta alguien?

El sopor que lo había invadido tras la discusión con Clarke se estaba esfumando, reemplazado por

una energía frenética. Se asomó al borde de la arboleda y se protegió los ojos para escudriñar a

través de la muralla de fuego. Como nadie respondía, cogió aire y gritó:

—¿Todo el mundo está sano y salvo?

Esta vez, una corriente de vagos asentimientos se elevó del grupo.

—¿Tenemos que alejarnos más? —preguntó una chica bajita de Walden que, temblando, dio unos

pasos hacia el bosque.

—No parece que vaya a extenderse a los árboles —repuso un arcadio con voz ronca. Estaba de

pie junto a unas cuantas garrafas de agua machacadas y contenedores requemados que había logrado

sacar del campamento.

El chico tenía razón. El anillo de tierra desnuda que bordeaba el claro era lo bastante ancho como

para que las llamas que habían destruido las tiendas bailotearan a cierta distancia de las ramas más

bajas.

Wells se dio media vuelta y escudriñó la oscuridad, buscando alguna señal de Clarke. Pero las

sombras se la habían tragado. Casi podía notar el latido de su pena propagarse por la oscuridad.

Hasta la última célula del cuerpo le gritaba que fuera tras ella, pero sabía que sería inútil.

Clarke tenía razón. Wells destruía cuanto tocaba.

—Pareces cansado —comentó el canciller, que observaba a Wells desde el otro lado de la mesa.

El chico alzó la vista del plato y asintió secamente.

—Estoy bien.

En realidad, llevaba varios días sin dormir. No podía quitarse de la cabeza la mirada de odio que le había lanzado Clarke, y cada vez

que cerraba los ojos veía el terror que reflejaba su rostro cuando los guardias se la habían llevado. Su grito de angustia llenaba los

silencios entre latido y latido de su corazón.

Después del juicio, Wells le había rogado a su padre que retirara los cargos. Le había jurado que Clarke no tenía nada que ver con la

investigación, que el sentimiento de culpa había estado a punto de acabar con ella. El canciller, por desgracia, le había asegurado que no

dependía de él.

Incómodo, Wells se revolvió en la silla. Apenas podía soportar la idea de viajar en la misma nave que su padre, y menos aún de

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