⭐ Capítulo IV : Proposición ⭐

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A la mañana siguiente me hice la dormida cuando el guerrero, Erik, bajó a depositar comida en la celda. No le vi, pero el sonido de sus botas ya era inconfundible.

Siempre había sido muy observadora, razón por lo que era la mano derecha de mi padre. Tenía los sentidos agudizados gracias al don que me había otorgado el Dios Ednos, sobre todo lo que entre mis gentes se llamaba "La Visión", aquella que se veía con el ojo interno, el ojo del alma. De hecho, fue al descubrir mi don cuando mi padre comenzó a escucharme de verdad cuando le aconsejaba sobre algo. Me entrenó igual que a un hombre, me enseñó a cazar, a disparar montada en el caballo, a luchar para defenderme... Jamás me trató como si ser una mujer me hiciera más débil, como había escuchado que le aconsejaban sus ministros y gran parte de la nobleza de Turris. Al contrario, mis padres quisieron forjar en mí a una reina desde la más temprana edad.

Mi madre, además, insistió en que aprendiera a hablar los cuatro idiomas antiguos de nuestro territorio con fluidez, incluso aquellos que habían dejado de usarse por completo en favor del ascenita oficial del país, ya que decía que un monarca que supiera las costumbres de su pueblo era un soberano entregado. Ambos deseaban que fuera justa y leal.

Ahora mis sentidos me hablaban de Erik, contándome cosas solo perceptibles en parte.

Sus botas, por ejemplo, eran botas de caza; aunque no era ésa la razón por la que apenas era capaz de oírle al caminar. Había salido a cazar hacía relativamente poco, lo supe cuando volvió para dejarme la cena. Cuando desvié la mirada y no dije nada, por segunda vez, me invadió el fresco olor del pino y la nieve. Probablemente habría vuelto a nevar, aunque el invierno estaba a punto de terminar.

Presumí que acababa de pelearse con alguien, porque su rostro denotaba una rabia tal, que estuve segura de que esta vez no tenía nada que ver conmigo. Cuando cruzó la celda y se alejó, cojeó sutilmente, como si se hubiera torcido el tobillo al correr o se hubiese resbalado del vaalins, pisando mal al descender.

Así, sin dirigirnos la palabra ni una sola vez, pasamos tantos días que comencé a perder el sentido del tiempo. Las horas en mi celda eran eternas. La mayor parte del tiempo me dedicaba a dormir. La comida era escasa; el agua, más. Con el tiempo, las bandejas fueron sustituidas por simples cuencos y trozos de pan duro. Estaba cansada y me sentía enferma, así que dormía para intentar aplacar el dolor de mis huesos.

Solía tener pesadillas con la noche de la invasión. Siempre terminaba corriendo por la nieve mientras me perseguían los perros, los búrgalos o las llamas del fuego que se propagaba por los pueblos. Soñaba con cadáveres que tenían rostros familiares, con espadas y lanzas, con sangre.

Siempre había sangre en mis sueños.

La nieve blanca se manchaba de rojo. La paz se manchaba de violencia, la inocencia de crueldad. De eso estaba segura; pero, aun así, creía que había algo más escondido en mis sueños: la pureza se mancha de pasión, porque el rojo también significaba pasión y entrega. Pasión que surgía del derramamiento de sangre.

No estaba segura de lo que los dioses estaban intentando decirme con aquellos sueños. Si de la sangre y la muerte era capaz de surgir el amor o si con la batalla y el derramamiento de sangre inocente, había perdido a seres amados.

Todo era siempre tan críptico en el mundo de los sueños...

Esto era parte de lo que me habían enseñado de Ednos y del porvenir. Los muertos eran los encargados de guiar a los vivos por la senda del futuro y de los mandatos. No todos los humanos tenían la capacidad de ver lo que los dioses mostraban, pero los que nacíamos con dicho don estábamos destinados a proclamar su mandato. Desde pequeña, me habían alentado a descifrar mis sueños. Galadriela, sacerdotisa de Ednos, me había enseñado bien.

Crónicas de Ascenia ©Where stories live. Discover now