4. Espíritu adolescente.

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— Para ti, siempre, cœur — dijo la última palabra con un marcado acento francés y siguió su camino hasta la puerta de la casa Baldwin-Hamilton.

Rush y Madison salieron antes de que él pudiera tocar el timbre. — Ashton — saludó la chica —. ¿Vienes a despedirte?

— Soy el chico de los mandados — hacía calor, pero él vestía una gabardina negra, y del bolsillo interno extrajo dos pequeños paquetes y se los pasó a Rush, con un poco de dinero —. Que se diviertan, nos vemos el sábado.

Maddy y Rush fueron hasta la camioneta del padre del chico y partieron rumbo a más de quinientos kilómetros de donde estaban. — ¿Qué es lo que Ash te dio? — curioseó la chica, cuando ya llevaban dos horas hablando de tonterías.

Rush sonrió un poco, sin sacar los ojos de la carretera. — Leche y chocolate.

Ella brincó en su asiento. — ¡Sí, sí, sí, sí! — tomó a Rush del rostro y le plantó un beso en la mejilla —. Carajo, no tienes ni idea de cuánto te amo en este momento.

Ellos usaban palabras claves para hablar de sus drogas todo el tiempo: así como la marihuana era chocolate, la cocaína era leche. Se habían introducido en ese mundo a los quince años, en una de las tantas peleas de Rush para ganar dinero. Habían inhalado cocaína tres veces en esos dos años, inyectado heroína en una sola ocasión y fumado marihuana demasiadas veces para ser contadas.

— Me amas siempre — le respondió él, y ella le mostró su dedo corazón —. ¿Iremos a la casa de tu tío primero?

Asintió felizmente. — Vamos a desempacar nuestras cosas y luego nos preparamos para ir a la fiesta. ¿Podemos fumar un porro antes?

Negó con la cabeza. — Fuma tú, yo debo conducir a la fiesta — recordó. Ella asintió y enchufó su celular a la radio de la camioneta, por lo que al segundo siguiente Sweater Weather, de The Neighbourhood, explotó en los parlantes del vehículo.

Maddy cantaba a todo pulmón y movía su cuerpo, disfrutando de la canción. Rush reía y tarareaba en voz baja, aunque no fuera su estilo de música. La carretera se extendía frente a ellos como una enorme serpiente infinita, la oscuridad se les estaba cayendo encima, y ahí, en ese momento, eran los dueños del mundo.

— ¡Ethan! — Cassie corrió hasta el dormitorio de su hermano y golpeó la puerta repetidas veces —. ¡Ethan, abre ahora mismo!

Nate salió del dormitorio que compartía con su esposa y miró a su hija con una ceja alzada. — Kelly, ¿qué estás haciendo?

La rubia sonrió ante el apodo con el que su padre la llamaba desde pequeña. Como su madre era Barbie, a ella le tocó ser Kelly, la hermana menor de la muñeca Barbie.

— Pues trato de que Ethan salga — apuntó a la puerta de su hermano mayor.

Su padre negó con la cabeza. — Él está abajo con Kay, están entrenando, para variar.

— Ni te quejes, Nath. Kaleb y tú eran exactamente iguales — defendió Kim, saliendo también del dormitorio, aún vestida con el formal traje que utilizaba en el consultorio.

Cassie rio un poco y su padre puso los ojos en blanco. — No me quejo, solo digo que esos dos deberían salir de ese gimnasio aunque sea un minuto al día. Ethan hasta ha llevado una televisión ahí.

Kim le miró de mala manera. — ¿No te alegra que tu hijo sea un chico sano?

— Voy a salir — anunció la chica parada frente a ellos, ganándose la atención de ambos —. Necesitaba que Ethan me diera las llaves del auto, es decir, ¿puedo usarlo?

Adicciones (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora