vierzehn.

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Habían pasado unos tres meses desde que rompí toda conexión con Tristán, y también con su familia (aunque me doliera).

Muy amablemente, el día en el que su mamá nos invitó a la mía y a mí a beber un café con ella y platicar, me despedí de ella. Le pedí que me disculpara, que no podía estar cerca de lo que me recordara a Tristán... Y ella era la viva imagen de él. Aceptó sin rechistar, pero sé que sí le entristeció.

Me dio un fuerte abrazo y me pidió que me cuidara mucho, que agradecía todo lo que había hecho por su hijo... y que lamentaba su inmadurez.

Yo también.

Lo malo de todo esto era que Tristán se había tomado el tiempo —y la molestia— de regresarme sus cosas, por supuesto dejándolas en el porche de mi casa. Mamá las encontró después de llegar del trabajo, en un día lluvioso. La guitarra ya no servía pues la había dejado sin estuche a la intemperie, pero daba igual. De todos modos no la usaría otra vez, y la arrumbé al fondo del armario.

Junto a la caja, dejó una nota.

"Todo lo mío era tuyo", y una odiosa T bien escrita en la parte inferior de la nota adhesiva.

También me encontré con Amelia un par de veces, siempre saliendo de la escuela. Me regalaba miradas y sonrisas tímidas, mientras yo me preguntaba internamente dónde había dejado su vergüenza.
Quizás en la cama de Tristán.

La última ocasión en la que nos encontramos, fue un jueves a mediodía, donde todos los estudiantes habíamos salido temprano gracias al Halloween y su gran importancia festiva.

Subía al auto con un chico, tenía el cabello negro como la noche y unos ojos tan profundamente azules como el océano. Le sonreía a Amelia como si ella fuera la encargada de darle luz al mundo.
Y no, no era Tristán. Por supuesto que Amelia no iba a quedarse con su ex novio recién recuperado de cáncer ocular. Era demasiado peso para cualquier persona, tomando en cuenta las depresiones que tenía el chico y que casi nadie podía lidiar con ellas.

Casi nadie, excepto yo.

Pero ya no había recibido llamadas de su parte, y hasta se había atrevido a eliminarme de Facebook, así como dejarme de seguir en Twitter. Y sí, me di cuenta de todo esto porque yo tampoco podía salir de sus redes sociales.

No me dolió. Ya nada que él pudiera hacer me dolería... Porque quería superarlo. Había sido la mejor etapa de mi vida hasta ese momento y me sentía plena. La tristeza había desaparecido de mi sistema, así como también las bolsas debajo de mis ojos y mi mal humor. Hasta habían mejorado las cosas con mi madre. Salíamos al cine, a cenar, o simplemente veíamos un programa basura en la televisión mientras comíamos comida china.

Y una noche de esas, lluviosa —como siempre en Seattle—, él se apareció en la puerta de mi casa. Al parecer había llegado andando porque estaba completamente mojado, de pies a cabeza. Su cabello chorreaba al momento en el que abrí la puerta, haciendo que la sonrisa extraña que traía en ese momento desapareciera en un dos por tres.

—Traje flores, pero se deshicieron con la lluvia —traía un ramo de margaritas en la mano izquierda, que ocultaba en su espalda. Estaban deshechas y parecía que tenían demasiado tiempo muertas—. Hola.

Me tomé un momento para observarlo. Se había quitado la barba y al parecer se había cortado el cabello recientemente, luciendo limpio y muy atractivo.
Negué lentamente mientras una risa salía de entre mis dientes.

—¿Qué quieres?

—Verte.

—Ya me viste, ¿y qué tal?

Ahora él me observaba. Pareció escudriñarme todo el cuerpo, y me sentí extrañamente avergonzada por estar usando mi pijama rosa pastel decorada con ositos de felpa.

—Linda.

—¿Qué es lo que en realidad quieres?

—Hablar...

—No deseo hablar contigo, Tristán. Arruinaste lo que teníamos.

—Lo sé, no espero que vuelva a ser lo mismo —tragó saliva fuertemente. Dejó las flores marchitadas en el suelo del porche, a un lado de sus pies. Ya no tenía sentido que me las diera—. No sé nada de ti y es extraño.

—Sí, después de tantos años juntos... Se siente mal no saber nada.

—Así es.

—He estado bien, pero no quiero que eso cambie, así que... Será mejor que te vayas.

—Lex...

—Tendré que llamar a la policía si no te vas ahora.

—Espera, ¿qué?

Ya había dejado de llover un poco, así que no me causaba conflicto que él se fuera caminando por donde vino. Además, nadie le pidió que se presentara tan de pronto.

—Adiós.

La puerta se cerró a dos centímetros de su cara. Evité llorar al instante, y sobre todo en frente de mamá, así que subí a encerrarme a la habitación.

Tristán todavía no se iba de ahí, y una parte de mí quería que se quedara porque quizá yo cambiaría de opinión y lo dejaría pasar otra vez.

Pasaron tres horas hasta que lo vi trotando calle abajo, tan vivaz y hábil como el día en que lo conocí.

En los ojos de Tristán | LIBRO IIWhere stories live. Discover now