Capítulo 15: 2 de octubre de 2003

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«Porque un error a veces tiene sus consecuencias, y un viaje en el tiempo simplemente las empeora»

Me desperté, al principio sin saber en dónde demonios me encontraba. Sin embargo, posar la vista en el niño que dormía sobre mis piernas bastó para que todo volviera a mi memoria: la cronología alterada, el brillo insistente del medallón, el desafío incomprendido, la conversación con papá, la caminata extensa a través de los árboles del bosque y la cueva improvisada que acababa de tornarse en nuestra única posibilidad de escondite... El dolor de cabeza hizo que tuviera que presionarme la frente durante un par de segundos. Si no conseguía apartarlo todo de mis pensamientos, centrar mi atención en el pequeñín que ya empezaba a abrir los ojos sería prácticamente imposible.

¿Alguna vez te has cuestionado cómo es que los padres hacen para realizar los deberes del hogar, cocinar la comida, trabajar jornadas extensas y cuidar de cada uno de sus hijos, todo al mismo tiempo? Para mi mala suerte, por primera vez creía saber la mejor manera de responder a esa pregunta: simplemente lo hacen, encuentran el modo de darlo todo porque no hay otra forma de asegurar el bienestar de aquellos a quienes aman. Y entonces lo comprendí. Con un niño a mi cargo no sería nada sencillo fingir que las cosas podrían ser como antes, o sea, tan sólo considera lo siguiente: ponerme de pie mientras trataba de no incomodar a Lukas era ya demasiado complicado, ni qué decir de lo difícil que sería preparar el alimento sin que algo saliera mal de por medio.

No tienes idea de lo desafiante que fue el cargar con un niño durante horas enteras solo para localizar la tienda más cercana y salir en busca de un poco de comida. El aliento me hizo falta desde el inicio del trayecto, me dolieron los brazos como nunca antes lo habían hecho y acabé por agotar la mitad del dinero que, supuestamente, sería nuestra salvación durante el resto de las semanas. Seamos sinceros: lo cierto es que ese billete no duraría ni más de ocho días. Cincuenta euros consiguieron leche en polvo, pañales y un biberón para Lukas; para mí fue suficiente con un par de botellas de agua, papel de baño, cerillos, gomitas azucaradas y un paquete completo de pastas saborizadas listas para su consumo.

Y aún con todo lo que acabo de decir, la parte más problemática del día no fue ni por asomo aquel gasto inesperado de efectivo, sino el angustiante momento que desde hacía horas estaba tratando de aplazar. Mi experiencia con el cambio de pañal fue tan terrorífica que he decidido omitir mis comentarios y no explicarte nada al respecto. Créeme, querido diario, es mejor de esta forma. No quieres saber del dilema moral en el que me vi estancada, en especial en el instante en que me vi obligada a abrir los ojos porque... No. Prefiero callar, ¿sabes? Simplemente dejar ese tema en el olvido.

Hablemos, en su lugar, de cosas menos controversiales.

Las compras de la noche anterior terminaron en el fondo de un tronco hueco porque estaba tan cansada que ni siquiera hice el intento por dar con un mejor escondite. Para cuando volví a revisar el sitio esta mañana, los frascos, empaques y cartones continuaban manteniéndose en perfecto estado. O al menos casi todos. El envoltorio de gomitas fue atacado por un grupo de insectos, así que allí quedó tendido el primero de nuestros soldados: muerto en combate.

Fuera de bromas, lo cierto era que calmar mi estómago sería imposible si el bebé Lukas continuaba acaparando mis brazos durante cada hora del día, de modo que hallar la forma de armarle una cuna comenzaba a ser, cada vez más, una exigencia realista en vez de una noción meramente imaginaria. Sí, leíste bien, dije "armarle una cuna". La idea de juntar un montón de hojas secas y utilizar las sábanas robadas para improvisar alguna especie de colchón ya había pasado por mi cabeza desde hace tiempo, aunque solo hasta ahora empezaba a darme cuenta de lo indispensable que sería llevarla a cabo.

Digamos, pues, que ni siquiera me concedí un momento para pensarlo dos veces: me apresuré en acumular todas las hojas que encontré, pequeñas y grandes; la entrada de la cueva estaba repleta de follaje seco, por lo que no me costó mucho esfuerzo juntar un par de montones hasta reunir lo indispensable. El siguiente paso fue utilizar la manta a modo de envoltura. Coloqué el relleno en el centro, compactándolo con algo de fuerza para después cubrirlo con los pliegues de la sábana, terminando así de construir lo que, de ahora en adelante, sería conocido como su nuevo 'almohadón orgánico'... Ya habrás notado que poner etiquetas creativas no es de mis mejores cualidades.

Mi secreto es inhumanoWhere stories live. Discover now