Érase una vez...

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Me aproximé a la ventana, apoyándome suavemente sobre ésta después de un largo día. Los últimos rayos de sol terminaban de desvanecerse en el horizonte, dando paso a un cielo estrellado. A pesar de ello, la luz parecía irradiar de los edificios mismos, bañando todos los alrededores con sus intensos colores. Rojos tan vibrantes como las hojas de Otoño, amarillos tan brillantes como algunas de las prendas de Verano, lilas tan serenos como los campos de lavanda de Cordell, celestes tan resplandecientes como los ojos de los winterianos.

Siempre he pensado que los colores de Rintiero tienen vida propia y que esa misma energía que proyecta, ingresa en el alma de cada uno de sus ciudadanos, alegrando sus corazones. Es probablemente la razón por la que no me he caído en pedazos.

Levanté la mirada al adorno que colgaba junto a la cortina. Pequeñas piedras de colores caían en una cascada de brillantes. Cuando la luz tocaba cada una de ellas, se iluminaba un arcoíris en toda la habitación, como si fuese magia. Sonreí. La belleza de Ventralli no era lo único que me mantenía viva y andando. Alcé mi mano para tocar una de las delicadas piedras y admirarla más de cerca. Ésta era de color azul, pero tenía diminutas manchas de color púrpura adornando su superficie. Mi pequeña había heredado mi talento para fabricar grandezas con materiales descartados, quizás hasta rechazados por la mayoría de los artistas. Sacudí la cabeza. Al menos ella había encontrado su vocación, su talento, a temprana edad. No podía decir lo mismo de mí misma. Sin embargo, no cambiaría por nada esa interminable indecisión, pues me había llevado a las dos personas que más amé y amaré en toda mi vida.

Volví la vista a la ventana. Muchas noches me sentía muy sola. Deseaba que él estuviera aquí conmigo, viendo cómo crecía nuestra niña, formando una nueva habilidad con cada día que pasaba y creando bellísimas obras de arte. Sabía que algún día haría grandes cosas.

Una lágrima se deslizó por mi mejilla, pero no podía distinguir si era de tristeza o de felicidad. Mi vida era un conjunto de emociones, tanto buenas como malas, y me costaba diferenciar muchas veces cuál estaba sintiendo. Era como si cada sentimiento se uniera a otro, formando una bola deforme de caos peleando dentro de mí. Si le otorgara un color a cada emoción –el rojo para la ira, el verde para la esperanza, el celeste para la tristeza, el rosado para el amor-, mi corazón se vería como una gran mancha multicolor, cada tonalidad mezclándose entre sí de tal modo que sería imposible distinguir en donde termina una y en donde comienza la otra.

Observé la mesa de madera delicadamente tallada, el contorno de flores y hojas dibujándose y pareciendo cobrar vida en cada parte de su superficie. Era una belleza digna de admirar. Sobre ella se encontraba una de mis piezas favoritas. Se trataba de una escultura hecha con trozos de vidrio quebrado, colores mezclándose en una representación de todos estos sentimientos que albergaba en mi interior. Quería pensar que eran los restos de mi corazón destrozado. La hice cuando creí haberlo perdido todo, pero entonces una semilla de esperanza comenzó a crecer en mi vientre y mi corazón fue reconstruido pieza por pieza con la llegada de mi hija. Ella era ahora lo que me mantenía unida en una pieza.

La noche ya había caído cuando corrí las cortinas. Su tela era una de las más suaves que jamás haya tocado, deslizándose con delicadeza sobre mis manos. Tenía unos motivos de rosas y espinas, con un complejo encaje adornando sus bordes.

Todo estaba tan tranquilo y pacífico. No siempre ha sido así, sin embargo. Hubo una época en que la guerra amenazaba nuestras vidas y ninguno de nosotros estaba a salvo. El caos abundaba en las calles de Rintiero, el miedo a lo que podría pasar. Y lucha. Luchar por nuestro reino, luchar por nuestra gente, luchar por nuestros seres queridos. Pero no existe una gran pelea sin grandes pérdidas. Me alejé de la ventana, queriendo dejar atrás con ella todos esos recuerdos. Al fin habíamos recuperado la armonía de Ventralli, pero a un gran costo para muchos de nosotros. Me dije que debía enfocarme en cosas positivas, porque no todos los recuerdos estaban teñidos con tristeza. Oh no, había varios recuerdos felices, muchos de ellos en realidad. Miré el anillo en mi mano, la prueba más sustancial de ello. Dos hojas de plata se entrelazaban formando una banda brillante que contenía en su centro un capullo rociado por pequeñas piedras color lila, pareciendo formar una esfera salpicada por pequeñas gotas de belleza. Era una de las cosas más hermosas que jamás haya visto.

"Mamá" oí llamarme desde su habitación al fruto de ese amor que representaba el anillo, devolviéndome a la realidad. Marianna estaba sentada en su camita, con sus enormes ojos color avellana brillando en su rostro redondeado. Me ubiqué junto a ella, recogiendo uno de sus oscuros rizos para colocarlo detrás de su oreja.

"¿No deberías estar dormida, Mar?"

"No puedo dormir."

Suspiré. Esto no era nada nuevo. Mi niña siempre ha tenido una gran imaginación, lo cual es genial a la hora de crear arte... pero no ayuda con el insomnio. Su cabecita seguía dando vueltas, imaginando nuevas cosas y generalmente me tenía levantada hasta altas horas de la noche. O de la madrugada, más bien.

"Léeme un cuento," me pidió. Esa era la otra razón por la que ambas nos desvelábamos: ella amaba oír cuentos y yo me quedaba leyéndoselos hasta que finalmente se quedaba dormida. Toda esa mente creativa absorbía cada relato como si fuese el más grande banquete. Nunca podía negarme a esos ojitos, especialmente cuando hacía ese pucherito tan encantador. Ella sabía exactamente cómo manipularme, eso claramente lo había sacado de su padre. Sin embargo, era mi momento favorito del día.

Abrí un cajón de la mesita ubicada junto a su cama y saqué un libro tan grande que me costaba trabajo levantarlo. Probablemente hubiese sido una buena arma de defensa en la guerra. Esta belleza podría matar a alguien de un buen golpe en la cabeza.

Lo coloqué sobre mi regazo y pasé la mano sobre la inscripción en la tapa. Decía: "Érase una vez en Ventralli". La cubierta era de cuero y tenía incrustadas brillantes piedras de distintos colores. Abrí el libro y me detuve al comienzo.

Las páginas estaban gastadas tras tanto uso, había leído a Marianna las mismas historias una y otra vez, pero ella nunca se cansaba de éstas. Parecía disfrutarlas cada día más incluso, encontrando nuevos significados en ellas. No importaba que el libro incluyera una gran variedad de relatos, ella ya los había oído a todos. Quise buscar un nuevo libro, uno diferente, pero Mar se negaba. Estaba encariñada con este libro de cuentos y no aceptaría otro como alternativa. Yo, por otro lado, ya comenzaba a recordar cada historia de memoria, palabra por palabra, y ya comenzaba a cansarme un poco. Incluso había tenido sueños acerca de las historias. Pero nada de eso importaba si a mi niña le gustaban, y debía admitir que también era especial para mí, puesto que lo había elegido con mi marido.

Como si pudiera adivinar mis pensamientos, Marianna preguntó:

"¿Vas a contarme la historia de cómo se conocieron tú y papá?"

Aparté la mirada del libro para centrarla en mi hija, sonriéndole tristemente.

"No esta noche, Mar."

Esa era mi respuesta cada día. Revivir todos esos recuerdos era muy doloroso y mucho más si los estaba contando en voz alta. Los hombros de Marianna se hundieron un poco y bajó su mirada algo desanimada. Odiaba decepcionarla y sabía que no le hablaba suficiente acerca de su padre. Tan sólo le contaba la increíble persona que él era, el impresionante artista del que me enamoré. Y cómo ella se parecía tanto a él. Pero esa era una herida abierta, a pesar de haber pasado tantos años, por lo que no podía explayarme demasiado.

Viendo su triste carita, me apresuré a decirle:

"Pero voy a leerte una de tus historias favoritas."

La luz volvió a sus ojos de inmediato y un inmenso entusiasmo la hizo rebotar en la cama, extendiendo una enorme y bella sonrisa.

"¡La de la máscara perdida!" me pidió alegremente.

Me reí en voz alta, sacudiendo la cabeza. Debería estar durmiendo, pero no había el menor indicio de sueño en ese cuerpecito.

Pasé las páginas del libro hasta detenerme en la que ella quería escuchar. Las ilustraciones eran preciosas, con un alto nivel de detalles que parecían tan reales, como si los pudieses tocar. No había dudas de que era un trabajo de un habitante de Ventralli. Y no de cualquier habitante. De mi esposo. Es por eso que me había recomendado este libro y lo habíamos traído desde Yakim hace tanto tiempo atrás. Lo había atesorado desde entonces como uno de mis bienes más preciados. Ver esas ilustraciones siempre humedecía mis ojos, pero después de un tiempo –después de haber leído las mismas historias cada noche- había aprendido a contener mis lágrimas.

Marianna se puso cómoda en su cama, anunciando no muy sutilmente que estaba lista para el comienzo del relato.

Me aclaré la garganta y tragué ese nudo que siempre se formaba al pensar en mi esposo. Entonces comencé el relato.

"Érase una vez..."


Érase una vez en VentralliWhere stories live. Discover now