[11] Y cuando las estrellas hablan... ¿siempre hay que escucharlas?

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—¿Dónde estuviste hoy? —preguntó Antonio, quitándose la corbata—. Dejaste un montón de citados plantados; tuvimos muchísimas quejas —su voz no resultaba agresiva, pero sí autoritaria—. Por la molestia, tuvimos que consultarlos a todos gratis… ¿Sabes de dónde va a recuperarse ese dinero?

Daniela no respondió nada. No le importaba de dónde saliera el dinero —seguramente de su paga. ¡Como si eso importara!—. Se limpió la nariz y, bajo su escudo aislante de algodón, continuó en silencio.

—Daniela —siguió Antonio—, no puedes hacer esto: ya son dos días seguidos que dejas el hospital sin decir nada. Trabajas con personas enfermas, no tienes ningún derecho a disponer de su tiempo como lo has estado haciendo. —Se quitaba la ropa. Si algo bueno se podía decir de Antonio (además de que era un buen padre), era lo buen y atento médico que había sido siempre.

«Para algunos de ustedes podrá ser simplemente un trabajo, su modo de ganarse la vida —Daniela recordaba bien el sermón que el cardiólogo les había dado a ella y a su grupo en una clase—, pero para su cliente es su salud, su vida, su única y preciosa vida, lo único que tienen, de lo cual ustedes serán responsables. Distracciones no es algo que podamos permitirnos porque (sin menospreciar su profesión) no somos jardineros para cambiar una planta por otra si se nos muere una, sino médicos».

Se escuchó un trueno —Daniela apretó los párpados bajo el edredón—; pasaban de las once de la noche.

—El hecho de que yo sea el director —siguió el hombre— no quiere decir que mi esposa puede actuar con negligencia. ¡Por el contrario!: mi esposa debe dar el ejemplo. Dependen muchas personas de ti; los internos, las enfermeras practicantes, ¡tus pacientes, Dany! —le explicó, pero ella no mostró ni una sola señal de interés; él se sintió enojado—. Te levanté un nuevo reporte. El siguiente, será el último —sentenció, seco, pero no consiguió ninguna reacción.

Algo comenzó a preocuparle, encendió la luz y, desde el otro lado de la cama, le quitó el edredón; ella, con las emociones a flor de piel, se sintió colérica por la invasión:

—¡Despídeme de una puta vez! —le bufó, incorporándose—. ¡No me importa!
Antonio permaneció inmóvil durante un rato.

—¿Por qué estás llorando? —se interesó, pero solo obtuvo silencio mientras ella se secaba las lágrimas. Rodeó la cama y le buscó la cara—. ¿Qué pasa, Dany? —su voz era extrañamente dulce.

Y tal vez eso —su inusual dulzura— la empujó a contarle. O quizá solo quería hablar con alguien; quería desahogarse y recibir consuelo.

—Murió Santiago —apenas pudo murmurar completo.

—¿Quién? —Antonio sacudió la cabeza. Ya había terminado de quitarse la ropa; solo vestía boxers y podía verse el vello, que comenzaba a volverse cano, en su pecho.

Daniela sintió rabia; Antonio Jáuregui era el director del San Basilio, pero no sabía quién era Santiago González, el niñito que había pasado el último año de su vida en el quinto piso, recibiendo quimioterapias y otros muchos tratamientos que le habían sido inútiles.

—Santiago —intentó recordarle—. Era paciente de Nacho —Ignacio Jáuregui era el director de oncología y el hermano mayor de Antonio; con él, su marido había competido por la gerencia del hospital familiar al fallecer el padre de ambos—. El niño pequeño…

Cuando las Estrellas hablan ©Where stories live. Discover now