[5] Silenciosos Deseos

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—¿Para qué pasará Antonio por mí? —preguntó Daniela a Cecilia, entrando a la cocina. Fingió buscar yogurt en el refrigerador—. ¿A dónde iremos?

—No sé. Supongo que al hospital; me dijo que usara tu auto, el mío no sirve.

Daniela pestañeó. ¿Qué? No era la primera vez que su galante marido prestaba sus cosas sin pedirle consentimiento, pero jamás había ido tan lejos para disponer de su único medio de transporte. Cogió un frasco de yogurt y le dio un trago lento. Estaba haciendo el mayor tiempo posible para que el argentino saliera de su casa. Él había prometido retirarse sin hacer ruido… para volver esa noche.

—No —Daniela se rio, pero estaba furiosa—. No vas a llevarte mi auto.

Vació el yogurt restante al lavaplatos y arrojó el frasco al basurero. Cecilia la miraba con el ceño fruncido.

—Dijo mi papá que… —intentó replicar.

—Dile a tu papá que te preste su carro —la interrumpió—. Yo necesito el mío —atajó mientras salía de la cocina, dejando en claro que no estaba dispuesta a entrar en una discusión.

Sin embargo, pensó en que la situación hubiese sido muy distinta si Cecilia le hubiera pedido el auto directamente a ella, o si Antonio no se lo impusiera, pero siendo así, pasándola por alto, faltándole al respeto al disponer de sus pertenencias como si su opinión o necesidades no existieran, no iba a cederle ni un calcetín.

Logró escuchar la puerta del garaje cerrándose y supuso que el muchacho había dejado la casa.

* * *

Pasaban de las nueve de la mañana cuando Daniela por fin llegó al hospital. Gracias a todos los dioses, tenía una lista enorme de pacientes, por lo que no tuvo tiempo de pensar en nada. Ni en Antonio, ni en la jodida hija de este…, ni en el argentino, ni en nada más.

Al medio día, Gloria la buscó para que almorzaran juntas, pero antes de salir del San Basilio, Dany subió a la última planta y fue al ala derecha, allá donde tenían a los pacientes pediátricos con enfermedades terminales no contagiosas. Llamó a la puerta que tenía colgado un elefante azul, y una mujer joven, pero envejecida prematuramente y muy delgada, la atendió.

—Hola —saludó Dany, con voz baja.

En silencio, la mujer la saludó una sonrisa triste —sus arrugas se macaron profundas y resecas alrededor de sus ojos y boca— y se hizo a un lado para dejarla entrar. Las cortinas de la ventana estaban cerradas, dejando la habitación casi oscura; la suave luz arriba de la camilla era todo lo que tenían, por lo que no se apreciaba el tapiz azul, de animalitos, que adornaba las paredes.

Cuando la mujer cerró la puerta detrás de ella, Daniela se quedó quieta escuchando el susurro de las máquinas a las que Santiago estaba conectado. Algunos podrían encontrar espantosos aquellos sonidos, pero para ella eran hermosos: todos esos ruidillos —la máquina que contaba los latidos e intensidad de su corazón, la que le filtraba el medicamento, la que suministraba oxígeno a su sistema…— indicaban que él aún vivía y eso era hermoso.

Santiago González tenía nueve años y sufría un inusual y agresivo cáncer en los intestinos. No era paciente suyo, pero Daniela lo visitaba todos los días desde hacía un año; lo había conocido mientras hacía sus prácticas de pediatría. Santi confiaba en ella y Dany sentía cariño y respeto por él; no era un niño común. El calvario que era su enfermedad lo había hecho madurar demasiado pronto. Hablar con él, escucharlo, siempre era grato, aunque… los últimos meses Santi ya no charlaba mucho. Todos sabían que el día se acercaba. Incluso él lo sabía.

Cuando las Estrellas hablan ©Where stories live. Discover now