Capítulo 39

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El fin de semana previo a rendir lo usó para todo menos para repasar. No le importaba sacar esas materias. Cada día que transcurría se convencía en silencio y en secreto que no le servía para nada. Si bien después del beso en el aula, nunca más Santiago le dio la posibilidad de acercarse de esa forma, compartían otro tipo de momentos que no quería perderse. Ya no almorzaba más solo. Atrás quedaron las jornadas de volver a su casa y que lo esperase la nada infinita. Terminaba la última hora, compraba la comida y estudiaban en el patio. Se daba cuenta que era el lugar que Santiago creía el más seguro. No tenía ni idea de lo que pasaba por la cabeza del chico, solo percibía que el pibe buscaba sitios donde no pasase aquello inevitable para ambos. Le salía casi instintivo del cuerpo tirarle indirectas. Notaba en el chico una imposibilidad para esquivar sus avances. Sin embargo, Sebastián aceptaba aquel compartir de meros compañeros de escuela. Se contentaba con aquellos almuerzos entre fórmulas y con las cosas duces que Santiago llevaba como postre. Intuía que no solo hacía las medialunas que tanto le gustaban, sino también esas pastafrolas, esos bizcochuelos, esos budines.

Antes, durante y después de sus encuentros imaginaba posibles conversaciones que nunca pasaban. Ahora tampoco le convenían. Si empezaban a hablar de la situación extraña que los envolvía tarde o temprano tenía que decirle que su padre ya sabía todo por culpa de sus descuidos. Soltar aquellas verdades también involucraba a Valentina, quien sin saberlo le regaló fotos que usaba para embobarse todos los días. Ahí sí que iba a perder todo. De sacar las materias y contar el fundamento de tal cachetazo significaba quedarse sin Perri, sin las clases, sin Santiago. Suspiró bajoneado mientras miraba las paredes de su cuarto y escuchaba la voz enojada de Joaquín que hablaba por teléfono. Sin duda con Esmeralda. Sin duda por los gritos. Sin duda por los odios que se tiraban de un lado a otro a pesar de las distancias geográficas. Miró la computadora y otra vez sintió un revoltijo raro en la panza, como cada vez que se le cruzaba por la cabeza hacerle las preguntas correspondientes al buscador. Desde que volvió a tener internet, no hacía otra cosa que pensar en eso, pero algo lo detenía. La información que podía recibir le parecía fundante, le brindaba un origen, un fundamento, un nombre para su esencia.

«Ya re fue, en algún momento lo voy a tener que saber», se dijo como para darse ánimos antes de levantarse y sentarse frente a la computadora. Se sintió delincuente cuando miró para todos lados y al final optó por cerrar la puerta. Ingresó a la configuración y le bajó el brilló por si Joaquín entraba de la nada misma y sin previo aviso. Agustín le enseñó, una vez, cómo abrir una pestaña capaz de no aparecer en el historial. Envidiaba la información a la que podía acceder su mejor amigo por ser el menor de muchísimos hermanos que le llevaban hasta quince años de diferencia. Escribió rápido por si se le daba el impulso del arrepentimiento. No sucedió. «¿Cómo saber si me gustan los hombres?», preguntó sin más y fue la puerta para animarse a todo tipo de cuestiones. «Me gustan los chicos y las chicas, ¿cómo se llama eso?». Sin vueltas ni preámbulos se le fue gran parte de la tarde entre tests y preguntas que al fin y al cabo había logrado resolver. Ni siquiera pudo entender por qué se demoró tanto. Ponerle nombre a lo que pasaba le generó paz. Todo empezaba a tener sentido. Cada recuerdo que le llegaba, ahora acompañado de la palabra bisexualidad, disponía de una claridad jamás antes vista para su entendimiento. Por eso podía pasar horas embelesado por los movimientos que hacía la boca de Santiago cuando hablaba de todas las certezas que tenía del mundo. Ni hablar de las noches enteras que se perdía entre las manos de Sol hábiles para las cuerdas de la guitarra y para meterse en sus pantalones. Por eso se entretenía con actores y actrices que veía en la tele y no podía decidir con cuál fantasear cuando estaba solo.

Después de un buen rato, ya se animaba a más de un millar de preguntas y se reía de pensar en aquel que le generaba toda clase de incógnitas. Se mordió la lengua entre los dientes para esconder la picardía de aquella risa que le salía sin poder contenerla. «¿Cómo tener sexo anal?», escribió al tiro y sin titubeos. Había visto videos hasta agotarse, pero necesitaba saber el detrás de escena. Con varias chicas aprendió que las primeras veces, por sus descuidos, podía doler y no quería repetir la misma peripecia y más cuando nunca había indagado en tales lugares vedados. Podía imaginarse en un extremo de la fórmula en cada fantasía que se ideaba desde que tenía memoria. Sin embargo, no le importaba al momento de la verdad y de la realidad qué lugar le tocaba si llegaba el día. Si sucedía el hecho, por cosas de la suerte y de los milagros divinos, quería estar preparado, por si las dudas, por si en una de esas, por si una cosa llevaba a la otra, por si alguna vez, por si se le cumplía el deseo. Todo eso pensó mientras leía, investigaba, se informaba y nunca antes se sintió tan buen estudiante. Hasta pensó en preguntarle a la Pato Galli sobre tales cuestiones, pero después de un rato supo y con una seguridad que se la daba la vida que nunca una docente lo iba a asesorar para tener sexo anal con otro chico, con otro compañero, con ese que conocía desde siempre.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora