Capítulo 1

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Marzo del 2008

A Santiago le sonó el despertador a las seis de la mañana con un ringstone de Los Simuladores. Un descuidado Nokia 1100 que como podía se las arreglaba para sonar y vibrar. Deteriorado no por obra y gracia de su dueño que se jactaba en ser un gurí responsable y cuidadoso, sino por las torpezas de Agustín. Se removió, bufó y se empacó antes de levantarse y empezar con el reinicio de la rutina escolar. Buscó a tientas y sin ponerse los lentes la camisa blanca de siempre. Se la abotonó, todavía con los ojos pegados y se anudó como pudo aquella corbata verde inglés. Antes de colocarse el pantalón negro y de vestir ya se sentía más despabilado. Sin embargo ante aquella sensación de lucidez también le hizo saberse triste. Aquel se trataba del último primer día de clases.

Por aquel entonces ya se hallaba harto de su itinerario monótono. Uno que repetía desde hacía unos seis años. Levantarse tempranísimo y asistir a la escuela de Comercio 1. El establecimiento estatal más grande y con el alumnado más numeroso de la ciudad de Concordia, Entre Ríos. La institución que lo hizo sentirse un número hasta que sus excesivos dieces, su promedio perfecto y su revoltoso rejunte de amigos le dieron notoriedad a su nombre. A pesar de la paja y el embole, sabía que iba a extrañar como nadie aquella escuela que con el paso del tiempo se había tornado una segunda casa. Santiago se trataba de un pibe inclinado a las matemáticas y sus cálculos mentales le señalaron que pasaba más horas en el colegio y con sus amigos antes que en su casa.

Antes de salir de su cuarto le golpeó fuerte la puerta de la pieza a su hermana Valentina. De memoria sabía que la piba era incapaz de percibir el despertador. Solo cuando escuchó las quejas se adentró al baño para lavarse la cara y los dientes. Necesitó mucha agua para sacarse el sueño y acomodarse un poco el pelo castaño, corto y de ánimos rebeldes. Cuando se puso los anteojos el reflejo del espejo le devolvió un gesto serio de cejas fruncidas y un malhumor eterno que llevaba encima incluso si no lo estaba. Tantas veces le pasaba que imponían en él furias sin fundamentos. Disponía de una cara de culo al natural que le era imposible trastocar. «Ay, amor, cambiá esa cara de orto», le decía su novia Pilar, cada vez que lo sumaba a cualquier plan que involucrase a su ambiente y no al de Santiago. Bueno, ahí pensó el chico que la piba se quejaba con razón.

—Pimpollito de mamá, te dejé el desayuno —lo saludó Liliana al mayor de sus hijos sin dejar de leer el horóscopo del diario La Nación.

—De una... —dijo Santiago así no más centrándose en el café con leche —¿Viste el bizcochuelo qué te hice? —se acordó que el día anterior se había quedado hasta tarde para dejarle hecho algo a su vieja antes que esta se fuera a trabajar.

—Ay, sí, Pipí. Cada vez te sale más rico —le agradeció besuqueándole la mano a su hijo. Algo que sabía de sobra le enfermaba y a ella por su parte le encantaba.

Nada le hacía acordarse tanto a su marido Juan Manuel como aquel talante furibundo pero que guardaba en sí una sensiblería casi estúpida. Santiago tenía todo lo que no fuera físico de su viejo. El carácter tosco, la torpeza para demostrar sentimientos, la responsabilidad extrema y la estructura psíquica tan rígida. Sin embargo tanto Santiago como Valentina llevaban los rasgos calcados de ella. Aquellos pelos medios ondulados y castaños, los ojos ciegos de tan turquesas y las pestañas que adornaban todo en aquellas caras. Sabía que su opinión no era objetiva en lo más mínimo, pero creía tener los hijos más preciosos del planeta. Era una lástima que Juan no estaba ahí para verlos.

—Qué me golpeás tan fuerte la puerta, nene —le dijo Valentina tras darle una palmada en la cara y un beso chillón en el oído.

—Pará un poco, boluda. Recién me levanto y ya están las dos a pleno... —se quejó limpiándose el beso y acomodándose los lentes.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora