Capítulo 22

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Tenía la necesidad de ver a Pilar y la urgencia de sacársela de encima para toda una vida. Trató de buscar en su cabeza que estaba invadida por una bruma espesa el camino a la casa de su novia, pero no le salió. También ansiaba correr, entrenar, estudiar. Cualquier actividad que lo sacase de la desesperación que sentía por dentro, una que no tenía idea desde hacia cuanto la llevaba encima. Entró a su casa sin ver a nadie y se encerró en su cuarto de un portazo. Quería hacerse notar, pero también quería ser la persona más invisible. Quería que alguien lo salvase de su estado y también quería mezclarse con todos y tener los mismos problemas que Agustín o Mateo. Quería ser todos y nadie al mismo tiempo. Quería ser él, él mismo, pero esa idea lo hizo retorcerse en la cama. Buscó su almohada tanteando en todo su ambiente oscuro y sin luz y la usó para taparse la cara. No le alcanzó y se puso las manos en sus oídos para encontrar en esa fuerza la evidencia de que estaba ahí y no tan adentro de su cabeza.

Llevaba todo un siglo de su exageración el anhelo de ser perfecto. Buscaba enaltecer todo lo que le salía con facilidad, lo aceptado por todo el mundo. Pretendía así ocultar aquello que le daba vergüenza. Sus fallas, sus grietas, sus debilidades, su sentir que no había compartido con nadie que no sea el culpable de todo. No lo había puesto en palabras ni consigo mismo. Había planeado todo casi desde su nacimiento. Imaginaba para él una novia, más tarde esposa que le diera hijos y un que hablar envidioso típico de pueblos chicos. El más viril, el más perfecto de todos, el que se llevaba a la más linda y a nadie le quedaban dudas de su hombría.

Sin embargo, sus expectativas colapsaban frente a su realidad de erecciones endebles, de vínculos que iban y venían porque cada vez que se encontraba con una piba no le salía concretar ni un beso que se le fuera de las manos. Nada, ante sí un cuerpo muerto que no acataba ninguna de sus órdenes. Un cuerpo que se mostraba impávido ante los besos de Celeste, la desnudez de Pilar.

A los manotazos se sacó la almohada de la cara y prendió la luz de su velador. Respiró hondo para sacarse las ganas de llorar y miró la foto de un portarretrato viejo en donde estaba con su papá. Mientras más pasaba el tiempo lo asombraba la juventud eterna de Juan Manuel. En la imagen se veía al hombre de venti largos con un cigarrillo que le colgaba de los labios, una mano estirada para decirle a Liliana que no le sacase una foto y con la otra intentaba acomodarse como podía a un Santiago de cinco años prendido de su espalda. Se vio así mismo y se extrañó de su propia risa, una tan amplia y genuina que ni siquiera podía abrir los ojos, las manos chiquitas y coloradas por abrazarle tan fuerte los hombros a su papá. Todos los días lo extrañaba, pero también todos los días le daba culpa agradecer que no lo viera crecer y llenarse de dudas. «Mirá si me veías hoy... me hubieras matado y con razón», dijo y aunque sabía que su padre no había sido hombre de violencia ni de gritos, era de los de antes, forjado a la vieja usanza y con valores que Santiago estaba al tanto que podían aplicase a cualquier chabón, menos a él.

A él que se sentía único en los peores de los sentidos. No podía imaginar un solo escenario en donde siempre ubicaba a Pilar, reemplazado por aquel ser que ni siquiera lograba concretar su forma en la cabeza por el pavor que le generaba. Nada de lo que hacían Agustín o Mateo podía hacerlo él con la persona que gobernaba sus sueños y también pesadillas.

—¿Puedo pasar? —preguntó Liliana con medio cuerpo adentro de la pieza del adolescente. Lo vio dejar rápido el portarretrato de su marido y componer su cara seria, pero sin esconder lo enrojecido de los ojos.

—No.

—Amor, con esa actitud no ganamos nada —lo reprendió en tonos suaves la mujer y se sentó a un costado de la cama —¿Estás así por lo de tu hermana? —le preguntó y aprovechó que su hijo se giró para acariciarle la cabeza. Santiago era tan maduro y responsable que a veces se olvidaba que no dejaba de ser un adolescente con problemas típicos de la edad.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora