two.

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Estaba soleado cuando se lo llevaron.

Tenía catorce años, había sol en el cielo azul de Londres y, misteriosamente, hacía calor para un día de otoño. Pero, de todas maneras, Harry no podía ver el sol.

Estaba contando mentalmente cuántas granadas habían sonado cerca de su casa desde las diez de la mañana. Diecisiete. Había contado diecisiete. Dos habían explotado lejos, y las demás, cerca. Casi a cinco metros de distancia.

Su madre estaba tranquila, o al menos, lo aparentaba. Tenía la vista fija en un punto perdido en la pared, sus labios juntos en una expresión de alerta, los hombros rectos, estaba tensa; pero sus manos la delataban.

Sus manos temblaban, justo como la luz de la pequeña lámpara que tenían en el sótano. Incesantemente.

Ella tenía miedo. Harry no la culpaba, él también estaba asustado.

Todo temblaba y se remecía y sonaba incontrolablemente y Harry no sabía qué hacer para detener los temblores de su cuerpo y el ruido detrás de sus orejas. Se había roto el labio inferior de tanto morderlo, sus manos siempre estaban frías por el sudor y el hambre no era uno de sus principales problemas.

Sus abuelos habían muerto una semana antes de que todo comenzara, y ni Harry ni su madre habían tenido tiempo de llorar sus muertes. Sólo se habían preparado, alertados por una de las visiones de Harry: de la muerte de sus abuelos y la visión de la guerra.

Ambos se habían despedido de ellos entre lágrimas y abrazos fuertes, entre un 'adiós' y un 'adiós, no nos volveremos a ver nunca más', las palabras deslizándose de sus bocas, pesadas y frías y ajenas a su vocabulario. Y después, se habían ido a encerrar.

Se encerraron en el sótano —Harry había tenido la visión de la guerra hacía seis meses, y Anne había hecho todo lo posible para hacer que su sótano fuera estable para resistir algo como una guerra— y se habían quedado ahí, esperando y pidiendo que la visión de Harry fuera errónea. Esperando por algún milagro de último minuto, algo que les hiciera reír y llorar al mismo tiempo por la estupidez de encerrarse en un sótano, a esperar algo que jamás iba a llegar.

Pero la visión de Harry no estuvo errónea. Y todo se había desatado en una guerra incontrolable.

Se lo habían llevado cuando había sol en el cielo de Londres.

Tenía catorce años y el labio roto cuando habían entrado por la fuerza a su casa. Anne escuchó los pasos de los generales y soldados, destrozando los muebles, subiendo las escaleras con sus botas pesadas y sus movimientos bruscos, buscando por personas a las que podrían arruinarles la vida. Escuchó ordenes en alemán y ruso y en un inglés americano, y supo que ya era tiempo.

Anne había saltado en su asiento por la sorpresa cuando la puerta cayó abajo en el piso de arriba. Había guardado todo lo que indicaba que alguien estaba ahí en un baúl con rapidez, y había tomado a Harry, escondiéndose detrás de un ropero antiguo que el padre de Harry nunca quiso botar, y menos mal que no lo hizo, porque poco Anne sabía que era un escondite.

Pero no fue suficiente. A pesar de todos los esfuerzos de Anne de proteger a su hijo —porque ella sabía que iban a ir por él, como lo habían hecho con su padre— fue insuficiente.

Se lo llevaron de todas maneras y el sol seguía brillando en el cielo.

🌒🌒🌒  

El helicóptero se mueve un poco y Harry abre los ojos con pánico. Parpadea tratando de acostumbrarse al ambiente que lo rodea, y por un momento, está muy confundido. No sabe dónde está, no es como el lugar al que estaba acostumbrado a despertar.

Drop the game. [Larry Stylinson] [AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora