—No, calla. Ya sé que ha sido muy rápido y yo tampoco estoy muy conforme. Pero es lo que hay. No lo he planeado. No he podido anticiparme a lo que iba a ocurrir. Así que esta noche viene a cenar con nosotras, le preparamos algo ligero y charlamos con él un rato. No será para tanto. Rocío le va a encantar. Es una monada de niña. Y si no le gusta, ya sabe donde está la puerta. Mi hija siempre va a ser lo primero —establezco creciéndome a medida que hablo.

—Eso me parece bien. Tu hija siempre primero... Pero ojo, una madre infeliz tampoco es una buena madre.

Se sienta a mi lado y pone su mano sobre mi hombro. Me mira muy seria. Allá va un sermón.

—No es malo admitir que necesitamos amor. Las personas, además de necesidades físicas, tienen necesidades emocionales. Y, Bea, cielo... Hay necesidades tuyas que yo no puedo cubrir.

Y se va a la cocina. Me deja sola, rumiando sus palabras, que por duras que me parezcan no dejan de ser ciertas.

Mi pequeña está todavía durmiendo la siesta, así que me permito el lujo de comer tranquilamente mientras mi madre lee una de esas novelas de terror que tanto la enganchan, y de sentarme después en el sofá para cerrar los ojos media horita. Sin embargo, una criaturilla peluda no está de acuerdo con que me eche una cabezada y empieza a arañarme los pantalones. Al volver en mí me encuentro con unos ojitos azules y un hocico que se mueve constantemente, olisqueando los pliegues de los cojines.

Le acaricio el lomo con suavidad, desde detrás de las orejas hasta el rabito de algodón. En menos de un minuto ya está completamente estirado, patitas incluidas, y apoyado sobre mi pierna. Tengo curiosidad por ver cómo reaccionará Roci, si optará por tratarlo con cariño, o si por el contrario intentará estrangularlo como a su elefante de peluche.

—Me voy a dormir un rato, hija —anuncia mi madre desde el marco de la puerta—. La nena lleva una hora y media durmiendo, supongo que como mucho dormirá otra media —me informa antes de desaparecer.

Intento cerrar los ojos de nuevo, pero con mi mano reposando sobre el lomo de Bunny. Entonces sueño que es otoño. Veo el sol reflejado en los árboles rojos y amarillos y mis pisadas crujen sobre una alfombra de hojas secas. Y allí está él, entre los árboles. Sus ojos brillan. Me da un beso y después se desvanece y me quedo sola en un bosque en el que llega el invierno y hace frío.

Ya no hay hojas secas ni árboles rojos.

Entonces me despierto y escucho a Rocío llorar. Me levanto y camino hasta mi cuarto, donde está la cuna. Mientras la cojo en brazos y la achucho para que se calme, pienso que quizá he sido demasiado ingenua al dejar que se acercase tanto a mí después de tantos años. He bajado la guardia antes de tiempo y soy consciente de que me puede pasar factura. Además, aunque me cueste reconocerlo ahora mismo soy emocionalmente vulnerable.

Dejo a la enana encima de su mantita de colores que hemos extendido sobre la alfombra del salón (para lo cual hemos tenido que apartar la mesa de café) y cuando está sentada y tranquila, cojo a Bunny y se lo acerco.

—¡Ta! —grita eufórica.

Cojo su manita y la deslizo sobre el pelo blanco. Entonces abre mucho los ojos y la boca. Está extasiada. Me río por la autenticidad de sus gestos.

—Muy bien, así... Fenomenal —la animo a que siga acariciando al animalito.

Poco a poco coge confianza y empieza a tocarlo con más ganas. El conejito se estira al lado de ella, tal y como ha hecho antes conmigo, dispuesto a que le den más mimos.

Entonces la peque se entusiasma y en lugar de acariciarlo, lo golpea con el puño cerrado. El pobre pega un brinco y sale despavorido para esconderse debajo del sillón.

¿Cómo hubiese sido si...? /Cristina González 2015Where stories live. Discover now