| Y ᴜ ʙ ᴀ |

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[ Hace 4 años, en Ciudad Esmeralda ]

Dejé caer la mochila pesada junto a la entrada y observé a mis compañeros desplomarse, agotados, en cualquier rincón cómodo. Wade se adueñó del sillón sin preguntar, dejó caer su cuerpo y se apoderó del asiento. Su rostro y piel expuesta esta enrojecida por el sol, a pesar de los cuidados que Caín no ha escatimado. Hablando del grandulón, Caín se ha dejado caer en el suelo, junto al sillón, bebiendo con ganas de la cantimplora
Elián, sentado cerca de una mesa, se abanicaba con la mano, y Rain —la pobre nutria— yacía rendida, jadeando. Varias veces había tenido que mojarle el pelaje para que soportara el calor.

Suspiré y caminé hasta la cocina, tapé el lavado y abrí el grifo para que Rain disfrutara del agua un rato.

—Voy por la cena —anuncié al volver a la entrada—Aprovechen y dense un baño, así se sacan la arena de las orejas.

Recibí apenas un par de gestos cansados antes de salir a la calle.

Las casas bajas me llevaron hasta la avenida principal. Buscaba algún comercio abierto a esa hora cuando noté un tumulto. La multitud formaba un círculo, murmurando con inquietud.
Estuve a punto de pasar de largo, pero un par de ojos me atraparon: dos niños, gemelos. Uno lloraba con desesperación, el otro intentaba interponerse con los brazos extendidos, temblando. La mano de un hombre corpulento que los sujetaba se alzó, lista para caer sobre ellos.

No lo pensé. Cuando la mano bajó, la detuve con un agarre firme. El golpe nunca llegó.

El silencio cayó sobre la multitud.

El hombre gruñó —¡¿Quién demonios eres tú?! Suéltame, maldito entrometido.

Soltó al niño y cerró el puño, lanzándolo directo a mi rostro. Lo aparté con un movimiento seco, devolviéndole un empujón que lo hizo trastabillar varios pasos atrás.

—La violencia no es necesaria —le dije con voz grave, sin soltarlo con la mirada— Suelte a los niños y déjelos en paz.

El hombre bufó, fuera de sí —¡Son ratas! ¡Ladronzuelos de alcantarilla! No merecen piedad.

—Hay tres cosas que odio —contesté, inclinando un poco la cabeza, el fastidio marcado en cada palabra— que me alcen la voz... a bastardos que creen que pueden usar su fuerza contra quien quieran... y tener que ensuciarme las manos.

Di un paso adelante, la sombra de mi cuerpo cubriendo a los niños.

—Así que, por su bien, cálmese y deje de armar escándalo.

El hombre tragó saliva. Dudó. La multitud lo miraba en silencio, esperando.

—Tks... No los quiero volver a ver, las proxima no va a ver nadie que los ayude— Al final escupió al suelo y se metió de nuevo en su negocio, maldiciendo por lo bajo.

El círculo de gente se disolvió. El ruido de la calle volvió, como si nada hubiera pasado.

Los niños permanecieron quietos. Uno de ellos se aferró a mi ropa con fuerza y el otro escondió su rostro detrás de mí. Sus ojos aún temblaban, pero también había alivio, gratitud... y algo parecido a esperanza.

—Vámonos —murmuré, bajando la voz. Y ellos, sin pensarlo, me siguieron.

[ Fin del recuerdo ]

Parpadeé lentamente, intentando asimilar lo que veía. Frente a nosotros, Yuba se desmoronaba bajo el rugido de la tormenta. La arena caía como un manto interminable, engullendo las casas, borrando calles, cubriéndolo todo hasta dejar solo dunas donde antes había vida.

—Imposible —la voz de Vivi se quebró, mezcla de incredulidad y dolor.

—Maldita sea... este lugar no es tan distinto a Erumaru —murmuró Zoro, cargando al inconsciente Usopp con fastidio y cansancio.

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