| C ʀ ᴇ ᴄ ᴇ ʀ |

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Han pasado siete años desde que abrí los ojos en este mundo. Siete inviernos, siete veranos... y todos me dejaron algo.

Aprendí a sobrevivir, primero por instinto, después con cabeza. Aprendí a pelear, a cazar, a leer los silencios y a caminar entre las sombras. Aprendí a vivir sin depender de nadie... pero también, a valorar a quienes estaban dispuestos a quedarse.

En todo este tiempo, el sistema fue mi sombra silenciosa. Una guía al principio, un impulso después. Pero hace tiempo que dejó de hablarme. Como si hubiera estado esperando que yo diera el siguiente paso por mi cuenta.

Mi cuerpo cambió, mi mente también y el niño débil que llegó desde otra vida quedó atrás.

Incluso el inventario que usaba con torpeza cuando era más chico... ahora se siente como una extensión natural de mí. Más amplio, más útil, menos una herramienta y más parte de lo que soy.

Y aunque esté listo para partir... hay algo que pesa más que todo eso.

Decir adiós.

Partí temprano, adentrándome al bosque mientras el sol apenas asomaba entre las hojas. La bruma flotaba como un susurro, suave y densa, y cada paso que daba sobre la tierra húmeda parecía más pesado que el anterior.

No llevaba nada encima. Solo el cuerpo, la memoria... y el olor que ellos siempre reconocían.

No tardaron en aparecer.

Primero los ojos, brillando entre los matorrales. Luego las patas, el lomo, los gruñidos suaves. No de amenaza, sino de bienvenida. Era su forma de decirme que sabían que venía.

La manada me rodeó sin apuro. Algunos se acercaron a olfatearme como si comprobaran que seguía siendo el mismo. Otros se limitaron a observar desde la sombra, atentos. Los más jóvenes juguetearon entre sí, ajenos a la carga del momento.

Y entonces, él apareció.

El nuevo alfa.

Alto, de pelaje gris oscuro y ojos como brasas apagadas. Aún joven, pero con esa mirada que solo se gana peleando por tu lugar. El hijo del antiguo líder... aquel que enfrenté años atrás, el que reconoció mi fuerza y el que me aceptó.

Su hijo también lo hizo.

Me acerqué sin miedo. Él no bajó la cabeza, pero tampoco mostró los dientes. Lo saludé como lo hacíamos: con la frente rozando suavemente la suya. El gesto de un igual.

──Todo tuyo, hermano -murmuré, sabiendo que no entendería las palabras, pero sí el tono.

Cazamos juntos, por última vez. Una presa menor, pero el ritual era más importante que la comida. Compartimos el alimento, la calma... y después, como tantas veces, nos dejamos caer entre los árboles, en un círculo cálido y cerrado.

La última siesta junto a la manada.

Cerré los ojos rodeado de sus cuerpos. Sentí sus respiraciones, el calor, el latido salvaje de algo que no se puede explicar. Algo que había formado parte de mí más que cualquier hogar.

Y entonces... supe que debía irme.

Me levanté lento. Uno por uno, los miré. El nuevo alfa me sostuvo la mirada con respeto, pero sin retenerme. Como si entendiera que no podía quedarme... aunque no le gustara.

──Los voy a llevar conmigo -dije en voz baja- No importa cuán lejos esté, siempre van a correr a mi lado.

Uno de los cachorros se aferró a mi pierna, pequeño, testarudo. Me arrancó una sonrisa amarga, lo acaricié detrás de la oreja y lo empujé con suavidad.

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