Volteó y sus ojos se encontraron con los de Ginger que enseguida se abrieron como dos platos tamaño familiar.

Él salió debajo de la cama arrastrándose hacia atrás con gran agilidad y cuando se levantó, Ginger solo podía verle de los pies hasta la mitad de las pantorrillas.

Se levantó ella también y simplemente no dio crédito a lo que vio.

Antes de que Ginger soltara la regla que, cayó con un rebote sordo sobre la alfombra, y se cubriera los ojos con las manos, lo vio.

Había un hombre completamente desnudo del otro lado de su cama y ella por poco se orina de miedo.

—¡Dios mío! —exclamó ella ¿Qué otra cosa podía hacer más que invocar a Dios?

—¡Lo siento! —el hombre retrocedió más y se topó con una cortina púrpura floral que usó como toga romana para cubrirse los atributos masculinos. Esos que ya sabemos cuáles son.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó Ginger mientras se tapaba los ojos con una mano y con la otra tanteaba el piso en busca de la regla.

—¿Yo? ¡Yo soy yo!

—Ah, no me digas —dijo en tono claramente sarcástico—. Pues será mejor que salgas de aquí antes de que te muela a palos —se acercó lo más amenazante que pudo, blandiendo la regla con ambas manos como si fuera un bate de béisbol.

El hombre, cuando vio que ella estaba más cerca, extendió una mano como escudo y suplicó por su vida.

—¡No, por favor!

—¿Por favor? ¿Todavía osas decir «por favor»?

—Diablos ¿Qué te pasa? ¿Tienes memoria de pez? ¡Soy yo! Recuerda, demonios. Me recogiste ayer. Sebastian.

«Sebastian. Sebastian. Sebastian».

A Ginger se le paralizó la sangre, se coaguló y luego se secó.

Estaba petrificada.

Incluso antes de que él dijera todo eso, ella ya estaba bajando poco a poco la regla, derribando sus fuerzas.

En una milésima de segundo recordó el día de ayer.

La bola de pelos huyendo del carnicero, la bola de pelos mirándola de forma penetrante, la misma bola de pelos que había acariciado, la que se le había restregado en la pierna ronroneando, la que había acogido en su casa de contrabando y le explicó todas aquellas cosas vergonzosas de la caja de arena ¿Cómo le dijo? Ah, sí. El pis y el pup.

Sus mejillas se encendieron y luego, jadeante, se fijó en la fina cadena de oro que colgaba de su cuello y el óvalo que descansaba en el hueco entre sus dos clavículas.

«Sebastian»

—Soy yo.

Su profunda voz distaba mucho del maullido agudo con el que lo había conocido y de inmediato levantó la vista y lo miró a la cara.

Casi le da una segunda era de hielo en la sangre al ver lo embriagadoramente atractivo que era.

Seguía luciendo sus rasgos felinos en la forma de sus ojos, en su intenso color azul en el que cualquiera podría ahogarse feliz, la intensidad de la mirada y sobre todo, el cabello: negro azabache increíblemente brillante a contra luz y de apariencia tan suave que Ginger se preguntó si sería igual de suave como un gato si enterraba la mano en el.

La era de hielo se derritió para dar paso al calentamiento global en sus mejillas.

Soltó la regla y se llevó una mano a la frente mientras arrastraba los pies hasta el borde de la cama, necesitaba desesperadamente sentarse para no desmayarse en el suelo.

Lo que todo gato quiereWhere stories live. Discover now