El Visitante

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Cerró los ojos. No quería llevarse como último recuerdo el rostro poseído de Sanderti, el tiempo se alongó entre la acción y el disparo. Todos los eventos que la llevaron a esa situación cruzaron la mente de la joven: los boletos de lotería, el viaje a Europa donde conoció el poder de la sangre; se vio a sí misma cuando asesinó a ese jesuita; la conversión, la sangre de Nicolás que selló su destino, la canibalización de Gabriel; Jessica Miller y el exorcismo; no había más que enumerar, todas las decisiones la condujeron a ese destino.

Escuchó el disparo. Silencio. Dejó de sentir la presión en el pecho, producto del pie de Sanderti. Ya nada importaba, pagaría por cada crimen; debía sentir frió, pero nada cambió.

Abrió los ojos con miedo de estar en el Tártaro, pero sólo estaba la silueta borrosa de Sanderti con las manos en la cabeza. Desvió la mirada hacia la derecha. El impacto del disparo estaba a tan sólo un centímetro de la cabeza.

—¡No te permitiré que me uses como instrumento del mal! —dijo con firmeza.

El sacerdote huyó. Con gran dificultad logró ponerse en pie, sabía que la reserva de sangre estaba por agotarse, el hambre arañaba en la cabeza para salir, pero ahora, sin la violencia de meses anteriores, se recargó en las paredes y tambaleó hasta la puerta.

Trozos de piel caían del cuerpo. El aroma de carne socarrada la cubría en una nube de hediondez; era el efecto de La Fe en los vampiros, un don humano capaz de destruir a la crianza de Natael. Cada paso requería de toda la concentración. Un leve perfume golpeó la nariz, el reflejo fue rápido e instantáneo. Sujetó aquella pobre criatura. Sin miramiento alguno la penetró con los colmillos. En segundos dejó caer el cuerpo ciánico del roedor. Se limpió los restos de sangre.

—Una rata menos —dijo con una melancólica sonrisa.

Avanzó. Estaba a punto de caer en hibernación; la sangre del animal sólo sirvió para despertar el apetito. Cruzó un largo pasillo. Todo se movía alrededor. Escuchó un disparo y el grito de una mujer.

***

El mantel se encontraba fuera de lugar. Platería tirada por todo el suelo y una vieja tetera esparcía la infusión —aún caliente— sobre una alfombra azul. Mériac se recargó contra el marco. Una mano tendida en el piso sobresalía de un prolijo mantel, muy cerca de la mesa.

Escuchó un vehículo acelerar. El sonido de llantas al derrapar inundó la sala; ya era tarde, no podría alcanzar a Sanderti.

«No... la única persona que me iba a ayudar... y terminé por joderle la vida", pensó en medio de la obnubilación y cayó de rodillas.

—Soy un monstruo —comentó al cabo de unos minutos—. Destruyo todo lo que toco; llevó muerte y oscuridad a dondequiera que voy. Ahora un inocente lleva dentro el demonio que debería estar en mí.

Avanzó hacia la mujer. No respiraba ya. El rosario que usó en el ritual permanecía a un lado del cadáver. Con pena lo levantó y guardó.

—Y esta pobre sólo por trabajar aquí murió —miró una pintura que mostraba a Jesús—. Pero te juro que no permitiré que esto continué, voy a detener toda la maldad del mundo, así tenga que matar a la mitad de la humanidad. Si he de ser una depredadora, lo seré de todo aquello que mata, destruye, viola y corrompe. Caminaré de noche para eliminar esos demonios que cobija...

—Qué interesante juramento —comentó con curiosidad un desconocido—. Un vampiro dispuesto a proteger a la humanidad. Veamos, ¿cuántas veces he escuchado eso? ¡Ah, sí! Dania Laviev, en Polonia, juró proteger la Iglesia y diez años después se alimentó de su sommelier. Amin Dalub, que arrepentido ante el cadáver de aquel niño juró detener al gobierno y sus crímenes, sólo unas décadas después se alimentaba de la sangre de fetos que aún se encontraban en los vientres maternos. Y ahora tú, prometes destruir la maldad del mundo. ¿Eres capaz de reconocer la maldad? ¿Es bueno el soldado que mata para proteger a su pueblo, o es malo por dejar a una familia sin el padre que defiende su patria? ¿Es bueno quien da dinero al pobre o es malo por propiciar la dependencia? Los conceptos de bueno y malo son subjetivos, pequeña, ¿crees acaso que tú podrás determinar algo que ni siquiera las más grandes mentes filosóficas de la historia han podido discernir?: el bien del mal.

Mériac miraba extrañada a ese personaje. Forzó la vista para aclarar la silueta del recién llegado.

—Claro que lo haré. Por lo menos lo intentaré, yo...

—¿Y si en tu intento te conviertes en un mal mayor al que intentas detener? —preguntó con sorna.

—Yo... —miró con recelo al extraño— Ultimadamente ¿Quién demonios te crees para hablarme así?

—Tienes razón ¡Qué educación la mía! —sin temor alguno se acercó a Mériac y extendió la mano— Se me conoce de diversas formas, ya no recuerdo mi nombre original, pero me puedes llamar Outis.

***

Mériac cayó de espaldas y se reculó contra la pared. Era cierto lo que aquella noche reveló Nicolás; Outis existía y ahora estaba frente a ella.

—¿Q...ué qui...eres de mi? —preguntó temerosa.

—Sólo ayudarte. Una indiscreción mía te ha puesto en esta penosa situación —ayudó a Mériac a incorporarse—. Partamos, no tarda en amanecer y tú requieres descanso.

Los ojos color miel eran un remanso de tranquilidad, tal como lo había descrito el sommelier, como si hubiera sido extraído de las hojas de alguna leyenda propia de la mitología griega. Por primera vez en años se sintió segura entre aquellos brazos.

—Duerme, cuando despiertes tendremos tiempo para conversar sobre todo lo que quieras.

Las palabras de Outis fueron como droga. Cayó en un sueño tan profundo como el que ocasiona el día. Pensó que la proximidad del alba tenía que ver, sin embargo, muy dentro de ella sabía que no era así; ahora, lo quisiera o no, tendría respuestas.

MériacWhere stories live. Discover now