Suguru Geto, aclamado por los dioses como el más hermoso y deseado, y Satoru Gojo, el más fuerte y hábil de todos, bendecido por la diosa de la sabiduría.
Se enamoraron profundamente y formaron una familia. Sin embargo, un acontecimiento trágico los...
Los hombres sujetaron a una de las vacas, inmovilizándola en el suelo. Kenjaku desenvainó su espada y la posicionó sobre su cuello.
—¡Solo soy un hombre! —dijo para sí mismo.
—¡Kenjaku, no!
El grito de Satoru desgarró el aire.
Pero fue inútil.
El filo descendió, y la garganta del animal fue cortada en un solo movimiento.
El cielo se tornó gris de inmediato, una tormenta formándose sobre ellos.
El terror se reflejó en los rostros de la tripulación cuando los primeros truenos sacudieron la isla.
—Nos has condenado... —susurró Satoru, su voz teñida de desesperación—. ¡Nos condenaste a todos, Kenjaku!
El mencionado giró el rostro, sorprendido por la reacción del capitán.
—¿Capitán...?
Pero Satoru ya se estaba desatando con urgencia.
—¡Debemos huir de esta isla ahora!
Los marineros intercambiaron miradas de confusión, pero cuando el albino corrió hacia el barco, no dudaron en seguirlo.
Las velas fueron izadas, los remos golpearon el agua con fuerza.
Satoru, aún respirando agitado, miró a Kenjaku con furia.
—Esas vacas eran inmortales... —su voz era un hilo de ira contenida—. Eran amigas del dios del Sol.
Un escalofrío recorrió la tripulación.
—Y ahora lo hemos enfurecido. ¿A QUIÉN CREES QUE ENVIARÁ?
—¡A toda velocidad! —gritaron los marineros, remando con todas sus fuerzas.
—¡Más rápido! —ordenó Gojo.
El barco cortó las olas con desesperación, pero fue demasiado tarde.
Un rayo cayó del cielo con un estruendo ensordecedor, iluminando el terror en los ojos de Satoru.
—Tardamos demasiado...
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Los truenos rugían con furia creciente, estremeciendo el cielo y el mar como si quisieran partirlos en dos. Un escalofrío recorrió la espalda de Satoru.
Y entonces, en un relámpago que desgarró la tormenta, apareció.