ま ' My Goodbye⠀˒⠀ !

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Satoru contempló el cuerpo inerte de Yuji. Un nudo de furia se formó en su pecho, expandiéndose hasta dominar cada pensamiento, cada emoción.

«Capitán...»

La voz de Kenjaku resonó en su mente, pero él no reaccionó.

«Capitán...»
El llamado se repitió, más fuerte, más insistente.

—¡Capitán! —bramó Kenjaku, su grito arrancando a Satoru de su trance.

El albino parpadeó, su ira aún ardiendo en sus ojos, pero ahora con una nueva claridad.

—Debemos movernos rápido —ordenó—. No tenemos mucho tiempo. No se dio cuenta de que mezclé loto en el vino.

Un silencio expectante se extendió entre la tripulación antes de que él continuara: —Recuerden mis palabras: este no es el final.

Kenjaku dudó antes de preguntar: —Pero, Capitán... ¿qué haremos con nuestros amigos caídos?

Satoru cerró los ojos por un instante, inhalando profundamente.

—Recuérdenlos —dijo con solemnidad—. Cuando el fuego empiece a desvanecerse, cuando la sangre se haya secado... por los caídos y los que aún permanecemos, no permitiremos que su sacrificio sea en vano.

El peso de sus palabras se extendió entre los soldados. Los recordarían. Llevarían su legado.

Satoru enderezó la espalda y alzó la voz de nuevo:

—Necesito todas sus manos en el garrote. Afílenlo con sus espadas hasta convertirlo en una lanza gigante. Será nuestra única forma de salir de aquí.

Un rugido de aprobación estalló entre sus hombres.

—¡Matémoslo!

Pero Satoru levantó una mano.

—No. Su cuerpo bloquea la salida. Si lo matamos aquí, nos quedaremos atrapados.

Kenjaku se acercó, la preocupación marcada en su rostro. —Entonces, ¿qué haremos?

Satoru lo miró fijamente.

—Apuñalarlo en el ojo.

—¡Sí, señor!

Sin perder un segundo, los soldados se arremolinaron en torno al garrote. Sus espadas rasgaron la madera, afilando la punta hasta transformarla en un arma mortal. Con esfuerzo, levantaron la lanza improvisada y se dirigieron hacia el inmenso cuerpo del cíclope.

Satoru, en cambio, se detuvo. Se arrodilló junto a Yuji y, con sumo cuidado, retiró la bandana que llevaba su amigo. La sostuvo en sus manos, un símbolo de su promesa silenciosa.

—¡Ahora! —ordenó con fiereza.
La lanza atravesó el ojo de Kechizu. Un grito desgarrador llenó la cueva mientras la bestia despertaba en agonía, sacudiéndose con furia.

—¡Dispérsense! —bramó Satoru, y su tripulación obedeció, apartándose rápidamente.

El estruendo del monstruo atrajo la atención del exterior. Desde la boca de la cueva, se escucharon nuevas voces.

—¿Quién te hizo daño? —Varios cíclopes emergieron, sus enormes sombras oscureciendo la entrada.

Kenjaku se tensó.

—¿Hay más de ellos? —susurró, sintiendo un escalofrío.

—¿Quién te hizo daño? —repitieron los recién llegados.

—¡Escóndanse! —ordenó Satoru, y su tripulación desapareció entre las sombras.

Kenjaku se mantuvo cerca del albino, susurrando con urgencia:
—Capitán, tenemos que irnos.

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