Suguru Geto, aclamado por los dioses como el más hermoso y deseado, y Satoru Gojo, el más fuerte y hábil de todos, bendecido por la diosa de la sabiduría.
Se enamoraron profundamente y formaron una familia. Sin embargo, un acontecimiento trágico los...
Shoko ocultó la daga con un movimiento de su mano, la confusión pasando fugaz por su rostro antes de ser reemplazada por la serenidad.
—En mi hogar... mi esposo me espera —su voz era firme, teñida de nostalgia—. Él es mi todo... mi Suguru.
Sus palabras flotaron en el aire como una plegaria, cargadas de un amor que ni el tiempo ni la distancia habían podido desgastar.
—Él es mi poder, mi vida... pero han pasado tantos años.
La tristeza que tiñó su mirada fue tan genuina que incluso la hechicera pareció sorprendida.
—Años desde la última vez que lo vi... y ahora el dios de los mares quiere ponerle fin a todo —Satoru se arrodilló ante ella—. Te lo ruego, Shoko... ten piedad. Déjalos ir.
Shoko entrecerró los ojos, observándolo en silencio.
—Ah... conque Choso.
Con un suspiro, desvaneció la daga de su mano y se recogió el cabello en una coleta.
—Tal vez haya una manera de evadir su destino... quizás incluso un camino de regreso a tu hogar. Pero es peligroso... y es tu última esperanza.
Satoru alzó la vista con un atisbo de esperanza.
—Conozco a un gran profeta —continuó ella—. El único problema... es que está muerto.
El aire en la habitación pareció volverse más pesado.
—No puedo llevarte de vuelta a casa —admitió, su voz más suave—. Pero puedo enviarte al Inframundo. Liberaré a tus hombres... y los enviaré contigo.
Sin esperar respuesta, caminó hacia el exterior.
—Hay muchas formas de persuasión, muchos modos de tomar el control —murmuró mientras avanzaba—. Pero, ¿quién sabe? Tal vez un simple acto de bondad nos regale almas bondadosas en el futuro.
Las ninfas que aguardaban afuera lo miraron con desdén. Pero cuando Satoru las saludó con una sonrisa despreocupada, y Shoko no hizo nada para detenerlo, sus expresiones se suavizaron.
—Recuerdo los actos de pasión... —susurró la hechicera, observándolo con una mezcla de nostalgia y enigma—. Una vez, yo también estuve enamorada. Tal vez un día... el mundo ya no necesite de una titiritera.
Se acercó a la cerca donde los cerdos estaban encerrados y, con un simple gesto de su mano, los transformó nuevamente en hombres.
—O tal vez un día... el mundo vuelva a necesitar de una.
La tripulación, ahora libres de su maldición, celebró con alegría, expresando su gratitud a la hechicera.
Satoru hizo una reverencia en señal de despedida, pero ella solo le dedicó una sonrisa.
—Aún no tengo el hechizo para enviarte, pero lo encontraré. Quédate aquí... trae a los tuyos. Coman, descansen.
Satoru aceptó con gratitud.
.
.
.
Tres días pasaron.
Shoko les brindó música para sus oídos y festines para sus bocas.
Pero Satoru... solo contaba los segundos para volver a casa.
Sin saber lo que ocurría en ella.
—Después de tanto tiempo... sigues pensando en tu esposo —comentó una de las ninfas.
—Sí... —respondió él con suavidad.
—¿Por qué? Después de tanto tiempo separados... debiste olvidarlo.
—No —negó, su voz firme—. Me han dado mucho aquí, pero nada... nada de esto podría hacerme olvidar a Suguru. No en esta vida...
Hizo una pausa, antes de sonreír con melancolía.
—...Y no en estos tres días.
La ninfa parpadeó, sorprendida.
Luego, rio.
—¿Tres días? —su risa tenía un matiz de diversión y lástima—. Oh, pobre iluso... ¿de verdad creíste que solo han sido tres días?
Satoru sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No te lo dijeron, ¿verdad? Cómo funciona el tiempo aquí. Déjame resumírtelo.
Se inclinó hacia él, con una sonrisa maliciosa.
—Han pasado tres años.
No.
No.
Eso no podía ser cierto.
Con el corazón latiéndole en los oídos, corrió hacia donde había dejado su barco. Pero cuando llegó... encontró la madera desgastada, el casco deteriorado por el abandono.
Tres años.
No tres días.
Cuando regresó al palacio de Shoko, la diosa ya lo esperaba. Suspiró al ver su expresión.
—Encontré el hechizo —dijo simplemente—. Repararé tu barco. Y te enviaré a donde te prometí.
Satoru solo asintió, su voz seca cuando respondió:
—Bien.
Sin más, se marchó a dar la noticia a su tripulación.
Les dijo cuánto tiempo había pasado.
Y que, por fin... partirían.
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