Suguru Geto, aclamado por los dioses como el más hermoso y deseado, y Satoru Gojo, el más fuerte y hábil de todos, bendecido por la diosa de la sabiduría.
Se enamoraron profundamente y formaron una familia. Sin embargo, un acontecimiento trágico los...
Kenjaku se quedó en la entrada, sintiendo que algo estaba mal, pero el resto de la tripulación entró sin dudar. Los llevó a un gran comedor.
—Tomen asiento. —ofreció con gentileza—. Déjenme darles algo de comer. Su arduo viaje ha debido agotarlos... Tranquilos, ahora Shoko se encargará de ustedes.
Con una seña, ninfas silenciosas sirvieron platos repletos de manjares. La comida despedía un aroma embriagador.
Uno a uno, los hombres cedieron y probaron los platillos.
Y en ese momento, ya era demasiado tarde.
Desde el primer bocado, el hechizo se deslizó por sus gargantas como veneno invisible.
—Piensen en su pasado... —murmuró Shoko, pasando las manos sobre sus cabezas—. Y sus errores... serán los últimos que cometerán.
Los hombres empezaron a gruñir. Espasmos recorrieron sus cuerpos. Les crecieron trompas y colas. Sus manos se encogieron, endureciéndose en pezuñas.
No eran ellos.
Ella los cambió.
—Tengo todo el poder, y todo esto es mío. —Shoko reía, orgullosa, mientras los miraba con burla—. Yo no juego, soy titiritera.
Uno a uno, los marineros se desplomaron en el suelo, ahora convertidos en cerdos.
—Este es el precio de la vida. —canturreó la hechicera, observando su obra—. El mundo no tiende a perdonar.
La transformación fue lenta. Cruel.
De hombres a bestias.
Y mientras los cerdos chillaban, confundidos y aterrados, Shoko solo sonrió con satisfacción.
—Tengo todo el poder. —repitió con burla—. Y yo no juego.
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—Tenemos que ir a salvarlos. —Satoru giró sobre sus talones, listo para correr de vuelta al bosque, pero Kenjaku lo detuvo de un tirón.
—No, no lo haremos. —Su voz fue firme, cargada de cansancio y desesperación—. Mira todo lo que hemos perdido y aprendido, Satoru. Cada vez perdemos más de lo que ganamos. Piensa en los que quedan antes de que no haya ni uno. Evitemos eso... Vámonos antes de que sea demasiado tarde.
El albino apretó la mandíbula.
—Claro que me gustaría irme. —Su voz tembló por un instante, pero se mantuvo de pie—. Me gustaría poder correr de aquí y no mirar atrás... pero no puedo dormir sabiendo lo que hemos hecho.
Kenjaku abrió la boca para responder, pero Satoru siguió, con la mirada clavada en el bosque.
—No importa lo que haría si fueras tú a quien tuviera que salvar. —Le miró, con una determinación abrasadora—. Solo espero que hagas lo mismo.
Y sin más, se adentró en la espesura.
Kenjaku gruñó, pero lo siguió.
La brisa del bosque traía un eco etéreo, una voz dulce y peligrosa que se filtraba en sus mentes.
—Aún la escucho... —susurró. —Su voz engaña. —Kenjaku apresuró el paso.
"Nadie podrá..."
—¿Y si nos puede matar?
"Interferir..."
Satoru se detuvo por un segundo.
—¿Decidirás irte? —insistió Kenjaku.
—No lo sé.
Y aún así, siguió caminando.
"Entre mis ninfas y..."
Kenjaku lo miró con frustración.
—Es una hechicera astuta. —Intentó razonar con él—. ¿Podrás vencerla? Es un juego de ingenio... No tienes que hacerlo.
"Su amada reina"
—Debo intentarlo. —Fue todo lo que Satoru respondió.
"Tengo todo el poder, y todo esto es mío. Yo no juego, soy titiritera."
La voz de Shoko se deslizó por el aire, envolviendo el bosque como una tela invisible.
Kenjaku vaciló en la entrada de la arboleda, mirando cómo Satoru avanzaba sin dudar.
Finalmente, suspiró.
—Vas a morir... —murmuró.
Pero el albino no se detuvo.
Siguió caminando sin temor, dejando a Kenjaku solo en la orilla.
Debía salvar a sus camaradas, incluso si era el único en querer hacerlo.
Notando como el cielo empezaba a oscurecerse dándole la bienvenida a al noche.
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