Una mano asomó de entre las cortinas, la cogió rápidamente por los cabellos y la hizo entrar.

—¡Cállate! —le siseó un hombre al oído, poniéndola contra el muro, presionando el cañón del silenciador de un arma en su sien.

—No tengo dinero aquí —jadeó ella, aterrada; su dinero estaba dentro de su bolso, en el segundo piso, en pediatría—. Pero mi iPhone está en el bolsillo derecho de mi bata.

—No quiero robarte —siseó nuevamente el hombre, y aunque intentaba disimularlo, Dany detectó un marcado acento extranjero en su voz—. Una bala me dio en el costado, en la cintura —él hablaba muy bajo, contra su oído—. Salió por atrás, pero la hemorragia no se detiene. Vas a curarme.

«Es argentino —logró identificar ella el característico el acento—. El cabrón es argentino, o está fingiendo serlo, para despistarme.»

—¿Entendés lo que digo? —Él presionó más el arma. Le hizo daño en la piel.

—S-Sí —tartamudeó Dany, bajito.

—Agarrá lo que necesitás para curarme. Si gritás, te mato —le advirtió—. A vos y a todos los que están en esta puta sala, ¿entendés? ¡Lo entendés?! —Presionó otra vez el cañón del arma contra su sien y cerró con fuerza su mano alrededor del brazo femenino.

—Sí —aceptó ella, y un pensamiento extraño le pasó por la mente: iban a matarla y jamás sabría el final del libro que leía. Cerró con fuerza los ojos y se mordió un labio: no. Si hacía lo que él quería, quizás…

—Atrás mío hay un cuarto —siguió él—. Nadie ha venido acá. ¿Lo usan?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Agarrá lo que necesitas. Movete.

Y entonces todo pasó muy rápido. Cuando se está en peligro, el tiempo parece ir más lento, pero para Dany todo pasó muy rápido: él no aceptó ninguna clase de medicamentos —ni siquiera analgésicos; seguramente tenía miedo de que Dany lo durmiera y llamara a la policía—, y aunque ella tenía las manos temblorosas por el miedo, logró detener la hemorragia —la bala había entrado y salido desgarrando la piel y la carne, y aunque había dañado el músculo, no había señal alguna de haber llegado a la aponeurosis: la poca profundidad en la herida así lo sugería; además, era evidente que la bala no había perforado ningún órgano vital… de otro modo, el desgraciado no estaría tan lúcido—. También, a juzgar por la herida de salida, la bala no se había fraccionado tampoco. Ella se lo dijo y él volvió a ponerle el arma contra la cabeza:

—¡Que no me mirés a la cara, pelotuda! —le ladró.

En otro momento, Daniela se habría reído; resultaba casi ridículo que él se preocupara tanto por su cara, cuando lo había escuchado hablar a todo momento: podría reconocerlo por la sola voz… o hasta sin ella: él era alto, delgado, musculoso y tenía una piel muy blanca y firme. Conclusión: era un hombre joven, atlético, aparentemente caucásico, con acento argentino, y tenía una herida de bala en el costado izquierdo, ¿qué más necesitaba para reconocerlo?

Pero claro, eso solo importaba si ella salía viva de ahí, así que guardó silencio y se dedicó a suturarlo. Le temblaban mucho las manos y, en una de las últimas puntadas, se picó el pulgar con la aguja ensangrentada.

Nunca antes le había ocurrido eso, ni siquiera cuando era una interna inexperta. Temió que él estuviese infectado de VIH o cualquier otra enfermedad mortal. Apretó los dientes con asco, terminó de suturarlo y cortó el hilo; cogió una jeringa y dos tubos de laboratorio.

—Pará, pará, pará —la detuvo él—, ¿para qué es eso?

Dany ya comenzaba a limpiarle el antebrazo izquierdo con un algodón empapado de alcohol.

—Me piqué un dedo con tu aguja —le explicó—. Tengo que tomar una muestra de tu sangre.

—¿Para qué?

—Para asegurarme de que no me contagiaste de nada.

—Yo no estoy enfermo de nada —soltó él. Su «yo» sonó como un «sho» bastante altanero.

Daniela se quedó quieta. Además de aprensiva, también era hipocondriaca —nada bueno para un médico—. Si no tomaba algo de su sangre para analizarla —aunque ella se hiciera los estudios correspondientes después—, pasaría por muy malos —y ansiosos— ratos los próximos años —a diferencia de otros médicos, Dany no tenía fe ciega en los estudios de laboratorio y creía que, algunas enfermedades, podían pasar desapercibidas por años y años, sin mostrar ninguna clase de signos o síntomas—.

—Me piqué con tu aguja —repitió, con calma. La idea de contagiarse de hepatitis C, de pronto, era más aterradora que un disparo limpio en la cabeza—. Tienes que dejarme que te tome una muestra. —Y dicho aquello, sus ojos color miel subieron por primera vez al rostro del muchacho. Solo pudo verlo por un segundo, pues él le puso la pistola en la frente, pero pudo verlo bien: ciertamente él era un hombre muy joven, tenía ojos claros, cabellos —revueltos— de un castaño oscuro, y una fina capa de sudor (producto del dolor) le cubría la piel—. Por favor —repitió, mirando su herida ya suturada.

Lentamente, el muchacho bajó su arma.

—Hacelo rápido —consintió luego de pensarlo un breve instante, y murmuró algo que Dany no alcanzó a entender. Ella llenó los tubos con su sangre y luego él la hizo arrodillarse en el suelo, de espaldas a él. Se puso su chaqueta y le advirtió nuevamente que, si gritaba, los mataría a todos.

—No lo haré —prometió ella. Se sentía casi agradecida por las muestras de sangre, pero sus manos aún temblaban; tenía miedo de que él la asesinara antes de irse para que ella no lo delatara—. No llamaré a nadie. No se lo diré a nadie —siguió, pero él ya se había marchado. Se escabulló en algún momento, rápido, silencioso, y pasaron casi cinco minutos antes de que se diera cuenta de que estaba sola.

Cuando al fin salió, le dolían las rodillas y se sentía débil. No vio a su amiga Gloria por ningún lado. Caminó hacia la puerta, sintiendo que flotaba, que sus pies no tocaban realmente el piso… y entonces Tania se acercó a ella, sonriendo, y le mostró las ampolletas de metamizol.

Quizás, en otro momento, Dany hubiera tenido ánimos de darle un buen golpe en la nuca, pero se sentía tan casada, tan hecha trizas, que lo único que hizo fue tenderle la mano para que le entregara el medicamento.

—E-Eh —Tania dudó, apartándose—. ¿Está bien, Daniela?

«No, retrasada mental. No lo estoy» pensó y, sin embargo, lo que dijo fue:

—Muy bien. Gracias por las ampolletas.

—Es que no se ve muy bien. —Tania le miraba las mangas de la bata con insistencia; Dany no había reparado en que las tenía ensangrentadas—. Mejor busco a otro doctor que le aplique esto al niño. —Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó de ella.

Incrédula, Daniela la vio subir al elevador. ¿Qué le pasaba a esa hija de…?

Ya lo decía su horóscopo aquella mañana: aquel, sería un día de mierda. 

✨ ✨ ✨

Próximo capítulo: El Idiota.
¡Gracias por leer! ❤

Cuando las Estrellas hablan ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora