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Ibbie era extraña

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Ibbie era extraña. Y no por cosas como su ropa o su cabello, tenía más que ver con sus uñas mordidas de forma casi cruel, o la forma en la que le cambiaba la expresión facial de un momento a otro, riéndose un segundo y vacía al siguiente. Se notaba que, aunque intentaba no hacerlo, estaba muy lejos de allí, y también sabía que tenía que ver con Alondra, al menos principalmente.

Por eso la invité a venir al día siguiente. Aunque ya había empezado a aburrirme, lo que sea que hubiera pasado con Ibbie me causaba demasiada curiosidad como para dejarlo pasar. Ella insistía en que jamás habían sido novias, pero la forma en la que Alondra la miraba me hacía pensar lo contrario, además, aunque lo intentaba no podía pensar en otra razón para que Ibbie se tomara tan mal la existencia de la otra. ¿Qué tan mala tendría haber sido su relación para que la odiara tanto? ¿Y por qué Alondra no se portaba de la misma manera? Era tanta mi obsesión con el tema, que por un momento olvidé que ella y yo estábamos más o menos saliendo, así que cuando Alondra puso su mano sobre mi muslo y se acercó para besarme, me hice instintivamente para atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó. Quería hacer parecer que no estaba molesta, pero lo estaba.

—Nada, nada, estaba pensando en otra cosa y me tomaste por sorpresa.

Me lanzó una mirada desconfiada antes de volver a lo suyo, esta vez la besé de vuelta y dejé que deslizara su mano bajo mi minifalda. Mi cuerpo reaccionó inmediatamente, y aunque estaba algo torpe por el yeso, le seguí el ritmo lo mejor que pude. La sentía apretarme las caderas con sus dedos largos mientras me besuqueaba el cuello, cerca de la mandíbula. Se encaramó un poco más, perdiéndose en mi cabello, haciéndome sentir tan deseada que casi pasé por alto el dolor que sentía en el pie.

—¿Qué pasó ahora? —se quejó cuando la detuve para moverme.

—Me pasaste a llevar —me quejé—. ¿Qué no te acuerdas de que tengo el pie roto?

—Sí, pero el pie... —siguió ella, pero se detuvo ante mi mirada—. Es que no te he visto nada estas últimas semanas.

—No me digas que me echabas de menos —me burlé.

—¿Y qué tendría de malo?

Nada, en realidad, sólo que me parecía poco atractivo que me lo dijeran. Esa era una de las razones por las que me había llamado la atención Alondra en primer lugar, pero estaba actuando muy extraño, específicamente desde que Ibbie había entrado en mi vida. Quise contenerme, pero se me salió la pregunta antes de que pudiera cerrar la boca.

—¿Cuál es el problema con Ibbie?

Su rostro se agrió, pero por un momento tan breve que casi parecía que me lo había imaginado.

—¿No te dije que dejaras de hablar con ella?

—¿Y crees que puedes darme órdenes?

No era mi imaginación, la había descolocado. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo para que su expresión no revelara lo que yo ya había visto.

—¿Qué te dijo? Ya te advertí que no podías creer nada de lo que...

—No me dijo nada —Para este punto ya se había enderezado, alejándose de mí—. Pero me interesa mucho saber qué te tiene tan preocupada, Alondra.

—¡Que está loca! —siguió—. Se quedó sin ninguna amiga porque siempre anda inventando cosas, no puedes creer nada de lo que dice.

—Te estoy diciendo que no me dijo nada —Me aparté en la cama, de pronto no me gustó la forma en la que me miraba.

—¿Entonces por qué preguntas tanto?

—Porque insistes en ocultarlo, y no me gustan las mentiras.

—¿Y por qué tendría que gustarte? Creí que no teníamos nada especial.

No le respondí, tenía razón, pero seguía sin sentirse bien. Pensé en Ibbie y su estado de alerta permanente, en el pánico en sus ojos cuando Alondra llegó al hospital, eso no era el resultado de simples rumores.

—Quiero que te vayas —le dije por fin—. Y que borres mi número.

—¿Qué? ¡Tienes que estar bromeando! ¿Todo por esa loca?

—Que la llames loca no te ayuda precisamente.

—¿Y por qué te importa tanto? No sabía que te gustaran las gordas con desbalances emocionales.

—No tiene nada que ver con eso. Vete, Alondra, y no me llames.

La vi apretar los labios, los dientes detrás de los labios, las manos. Vi una ráfaga de rabia cruzar sus ojos y comprendí de dónde venía el que habitaba los de Ibbie. Salió de mi pieza hecha una furia contenida; lo escondía mucho peor de lo que pensaba, pero se notaba el esfuerzo. Siempre se estaba mostrando alegre, graciosa, la más simpática de las fiestas; era encantadora y por eso el contraste con su rostro ensombrecido por el odio resultaba terrorifico.

No terminó de cerrar la puerta y volvió por donde había venido.

—No puedes hacer esto —alegó.

—No seas dramática, nunca tuvimos nada.

—¿No lo tuvimos o fue esa cerda la que lo arruinó?

—No hables así de Ibbie, no te ha hecho nada.

El golpe sí que no lo vi venir.

No fue a mí, sino a la pared. Se cayeron un par de peluches de la repisa.

—¡¿Qué mierda?!

Pero no me respondió, se lanzó sobre mí y me tomó por las mejillas, obligándome a darle un beso. Le mordí los labios de tal forma que sentí como se le abría la piel, y la empujé lejos tan pronto como recobré la compostura. Alondra tropezó hacia atrás, pero era atlética y de reflejos rápidos, así que no terminó de caer. Se limpió la sangre de la boca y fue derecho a la puerta, pateando uno de mis peluches en el camino. Cerró con un portazo tras ella y yo me quedé temblando sobre la cama, después de que la adrenalina hubiera dejado por completo mi cuerpo. Permanecí allí hasta que la falta de reacción de mis padres se me hizo insoportable. No quería, pero tuve que admitir lo mucho que ese silencio permanente me dolía; me puse de pie, coloqué el abrigo sobre mis hombros y salí con mis muletas hacia la calle.

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