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—¿Te da miedo? —la voz de Alistair Saint Honor era lo único resonando en el campo, además de la respiración agitada de una pequeña Olivia—. No puedes sentir miedo —decía, propinándole un fuerte empujón para que se acercara a la bestia—. Los Nightkort huelen el miedo como los tiburones la sangre. Kilómetros a la redonda.

La Reina parpadeó, congelada en su posición, con ese recuerdo reproduciéndose una y otra vez en su cabeza. Por un instante, fue como si volviera a tener trece años, las rodillas raspadas por todas las veces que su propio padre la arrojó contra la arena y el corazón latiendo a mil revoluciones. Uno de los Nightkort volaba justo en su dirección, aleteando con tanta violencia que creyó que el fiero viento arrasaría incluso con los árboles.

Era enorme, una mancha negra que ocupaba todo su campo de visión; con la mirada furiosa y la saliva que se escurría entre sus afilados dientes, preparándolo para el postre.

Bum, retumbaba el latido de su monstruoso corazón, Bum, como un tambor, Bum, a cada centímetro de distancia que se desvanecía entre los dos. ¡Bum! Y Olivia se llevó de forma natural, ambas manos hacia el cinturón que colgaba de su cadera para hacerse con dos dagas.

Las hojas compuestas de acero y plata, brillaron al levantarse en el aire y todo fue cuestión de segundos. El Nightkort llegó hasta la Reina, rugió esparciendo su fétido aliento al mismo tiempo que propinaba su primer ataqué, y ella, como si se tratara de un baile de salón y no de una pelea, se deslizó sobre el suelo con la sutileza y elegancia de una bailarina.

Blandió una de las dagas y buscó apuñalarlo en el lomo, pero él fue más rápido, consiguió esquivarla, ancló sus garras en la tierra y la atacó por la espalda. Fue solo un roce, un corté en el antebrazo izquierdo que la forzó a dejar caer el arma que sostenía en esa mano.

Sin embargo, Aspen sintió que era el fin del mundo cuando vio la sangre de su esposa deslizándose sobre su piel pálida. Él tenía una espada en la mano, quizás podría hacer algo, pensó, agobiado, pero habían dos Nightkort más que se atravesaban en su camino hasta Olivia. Bueno, eso y su hermano, quien luchaba como nunca antes en su vida para mantenerlo a salvo y probablemente no iba a permitir que se moviera de allí.

—¡Vamos, cariño! —exclamó Olivia, retando a la bestia—. Sé que puedes hacerlo mejor —sonrió, volviendo a encajarse la daga en el cinturón y haciendo uso de su mano derecha, ya libre, para manipular la sangre que emergía de su propia herida.

El Nightkort volvió a rugir preparado para embestirla, y ella sin temor alguno, le arrojó una ráfaga de afilados cristales que fabricó con su hemocinesis. El se movió hacia la izquierda, intentando esquivarlos, pero varios de ellos le laceraron la gruesa piel cubierta de escamas.

Su sangre, espesa como la miel, comenzó a emanar de sus heridas con lentitud, y su furia solo se acrecentó, justo como Olivia esperaba. Pues para atrapar al toro, primero debías ondear una bandera en sus narices.

Comunicarse con los Nightkort, al menos para los jinetes de sangre, no era la parte más difícil de su entrenamiento, sin embargo, debían aprenderse una serie de símbolos y lograr ejecutarlos con la velocidad suficiente para no terminar muertos.

La palma derecha levantada en el aire, la izquierda pasándole por el frente a toda velocidad, luego los dedos entrecruzandose y así, decenas de símbolos y maniobras que Olivia realizó ante la bestia, sin que ninguno de los que luchaba a su alrededor pudiera entenderlas.

¿Acaso estaba retándolo? ¿O tal vez intentaba calmarlo? Se preguntó Aspen, qué de momento intentaba salvar su propio trasero.

—¡Aaaah! —el gritó que emergió de la garganta de Arkyn, a su izquierda, pareció rasgar el aire, cuando de un solo golpe el ala de un Nightkort lo estrelló contra el suelo.

Espinas de PlataWhere stories live. Discover now