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Veintitrés años era más o menos el tiempo, que llevaba Aspen Maksimov sobre la faz de la tierra. Y no es que fuera un número especial, ni siquiera era par,  sin embargo, sería su primer onomástico como Rey de Kantria. Probablemente a ello se debía que su madre, hubiera convertido la celebración en un evento tan estrafalario como para atraer al Palacio, a nobles de todos los rincones del continente.

Antonia, que había mandado a preparar cinco vestuarios diferentes para los diversos sucesos de la fiesta que duraría dos días enteros, se encontraba emocionada por la asistencia de su prometido. Y mientras terminaba de arreglarse para la cabalgata oficial, ordenó a dos de sus criadas dirigirse a la primera planta para estar atentas a los carruajes y fragatas que arribaran, con la esperanza de que vieran el emblema de los Harlow, que muy pronto, sería también el suyo.

—Su Alteza Real, ya debemos irnos —escuchó decir a un mayordomo, de pie a su espalda.

—¿Aún no hay noticias del Príncipe Imperial? —preguntó, mirándolo a través del espejo.

Dónde destacaba el reflejo de su rimbombante vestido, con fluidas capas de seda azul, adornos y ribetes. Un atuendo que aunque no era el más adecuado para la cabalgata y el torneo, seguro era del tipo de prendas que Román aprobaría.

¿Quería una emperatriz perfecta? Pues ella iba a darlesa.

—No, Alteza —el mayordomo clavó los ojos en el suelo, apenado—. Pero tranquila, a lo mejor el Príncipe llegara para el torneo.

—Si, eso debe ser —se forzó a sonreír, aunque en realidad no podía creer en ninguna de esas palabras.

Una mezcla de rabia y decepción se anido en su estómago. Roman no se atrevería... ¿Verdad? Una cosa era dejarla plantada a ella y otra muy distinta, era rechazar una invitación del mismísimo Rey de Kantria. Ni siquiera él sería tan descortés, o al menos, eso esperaba, cuando abandonó sus aposentos y atravesó el pasillo con dirección a la primera planta del palacio; donde se encontraba ya toda su familia y por supuesto también los Thauri.

Divisó a su hermano a un par de metros de distancia, luciendo una fina casaca azul, con zircones en cada botón y un estampado dorado que le otorgaba un toque de elegancia. Pues hacía juego con el aro de oro macizo con la representación del águila de dos cabezas de los Maksimov que reposaba sobre su frente. Una corona inigualable, hecha a detalle por uno de los mejores joyeros del continente, y solamente digna de un verdadero Rey.

—¿Ya podemos irnos? —preguntó Olivia, contoneando las caderas a lo largo del pasillo con evidente impaciencia.

—Por supuesto. Solo esperábamos por ti, mi Reina—asintió Aspen, ofreciéndole la mano.

Ella lo miró con desconfianza. Era conseciente de que aquella celebración los forzaría a tratarse bien e incluso demostrarse cariño en público; pero no podía evitar preguntarse si las sonrisas de Aspen y las palabras bonitas tenían algo de cierto.

Intercaló los ojos entre sus dedos extendidos y sus ojazos verdes, que parecían amenazar con atraparla en su encanto para siempre. ¡Malditas hormonas! Necesitaba controlarse.

—Vale —asintió—. Vámonos —emprendió la marcha con dirección al patio principal, dejando la mano de su esposo extendida en el aire .

Los carruajes, ya listos, destacaban en una columna a lo largo del patio, cada uno tirado por dos caballos, los cuales habían sido vestidos con sus mejores galas.

Los reyes abordaron el primero, como correspondía, mientras Arkyn ayudaba a su madre a hacer lo propio con el segundo, y así, todo el mundo fue ocupando su lugar. Excepto por Antonia, que a falta de acompañante, se vio devastadoramente sola en medio del patio.

Espinas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora