La figura esbelta del Rey Aspen fue vista atravesando los pasillos del Palacio por primera vez en días. Los rumores decían que desde el juicio en contra de la Princesa Antonia y el Duque Michaelson, el joven monarca se había retirado al castillo de GreenBridge en compañía de su madre y hermana para descansar.

Pero ¿Por que no llevar consigo a su esposa si se suponía que las cosas ya estaban bien? Y mas importante ¿Por que aplazar la decapitación publica del Principe Arkyn hasta su regreso?

Dudas y mas dudas palpitaban en el aire del reino, como cuando llega algo tan tóxico que se adhiere a todas las cosas hasta el punto de aniquilarlas.

Eso eran los Thauri, al menos en la opinión de Arkyn, que aguardaba en una de las celdas de las mazmorras a que alguien dictaminara su destino. La verdad no tenía muchas esperanzas, tras veinte días viendo al sol nacer y esconderse, a través de una ventana diminuta en la que destacaban viejos barrotes oxidados; comenzaba a creer que Aspen no pudo convencer a la Reina de dejarlo en libertad.

Pero no se atrevía a culparlo. Su hermanito era un gran hombre y los grandes hombres no solían conseguir victorias significativas. Solo pasaban por la vida con buenas intenciones y cicatrices de antaño.
Dejandose derribar por las circunstancias, cediendo ante la moral y doblándose siempre que les mencionaban a Dios.

¿Donde demonios estaba Dios ahora? Sé preguntó, olfateando la humedad y el mugre que lo rodeaba. Fue entonces cuando escuchó el ruido de una serie de botas impactándose contra el suelo árido. Levantó la cabeza en un débil intento de asomarse al pasillo, sin embargo, los barrotes no le permitieron ver mas alla de la tenue iluminación que emergía de una lampara de aceite.

—Puerta —ordenó la voz del Rey.

Y el guardia obedeció de inmediato.

—Hermano —Arkyn se puso en pie, con un brillo de esperanza en las pupilas—. Te tomaste tu tiempo ¿O no? —se acercó para darle un abrazo.

—Créeme, tarda un poco hacer que milagros como este ocurran —contestó Aspen, dándole un par de palmadas en la espalda como muestra de cariño.

Entonces ambos se encaminaron a la salida de las mazmorras, con dos soldados a su espalda, los cuales los siguieron envueltos en armaduras de acero y con expresiones serias en sus rostros.

Claro que ninguno de los dos alcanzaba a reflejar tanto hermetismo como Aspen, quien no volvió a decir una palabra hasta que llegaron al ala norte del Palacio, donde se ubicaban las habitaciones de huéspedes.

—Hice que te prepararan esta habitación —explicó, cuando se detuvieron frente a una puerta de madera más bien sencilla.

Arkyn frunció el ceño, confundido. ¿Una habitación de invitados? ¿Cuál era exactamente la forma en que su hermano lo había salvado de la ejecución?

—Mi título... —comenzó a decir, con un deje de temor en la voz—. ¿La Reina te pidió mi título de Príncipe a cambio de mi libertad?

—Tu vida, Arkyn —lo corrigió—. Te recuerdo que era tu vida y no tu libertad la que estaba en juego.

—Mi título es mi vida —masculló entre dientes—. Dios ya me arrebató el trono, pero ella no me arrebatará mi corona. No puedes permitirlo —la ira bailó en sus pupilas.

Él, él le había arrebatado el trono, pensó Aspen. No Dios, ni tampoco el destino, sino él con su nacimiento. Pues de no haber tenido más hijos varones, su padre lo habría coronado como primogénito, sin importar que fuera mellizo de Antonia.

—Olivia no quiere tu corona, aún eres el príncipe de Kantria —le dijo, sereno. Antes de girar el pomo de la habitación para instarlo a entrar.

Los altos muros de color azul estaban adornados por figuras doradas trazadas directamente sobre la pintura, el techo tenía teselas y un candelabro enorme recién pulido.

Espinas de PlataWhere stories live. Discover now