Cuatro paredes nuevas, segunda parte

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Johanna y James ya se habían instalado definitivamente en la iglesia. James dormía en la vieja cama del cura Llanos, a la que le había retirado el colchón y había improvisado uno con un montón de frazadas que había comprado para él, mientras que Johanna dormía en el piso de la oficina, sobre el colchón percudido de mugre y sudor avejentado, cubierta con las frazadas sacadas de la cama y con la almohada sucia.

Luego de dos días del acuerdo que James había hecho con la hermana Cristina, y luego de que le había pasado el cartel, faltaban solo dos días más para que llegara el domingo. Aún era temprano, y ambos dormían profundamente en sus respectivos espacios. Johanna dormía encorvada en posición fetal, con sus manos cubriendo la parte posterior de sus muslos y, cada cierto tiempo, temblaba y balbuceaba. James, por su parte, dormía como un bebé.

El insistente golpeteo en la puerta principal del templo los despertó de un salto.

—Asómate a ver qué pasa —ordenó James.

Johanna se puso su vestido tan rápido como pudo y se encaminó hacia el templo.

—¡No! ¡Por ahí no! Asómate por la ventana de la oficina.

Johanna se volteó sin protestar y se asomó por la ventana de la oficina, parándose por encima de su cama improvisada.

—Hay como diez personas —dijo ella.

Volvieron a golpear la puerta, esta vez con más violencia.

—¡Asómate! —se escuchó desde fuera.

—¿Diez? —preguntó, levantándose y vistiéndose a toda velocidad—. ¿Y que querrán? Vístete y anda a ver qué quieren.

Johanna obedeció en seguida, y caminó rápido hacia la entrada principal del templo. No estaba preparada para enfrentar a un grupo de unas diez personas, por lo visto molestas, y manejar una situación que a todas luces iba a ser compleja, pero lo hizo porque el castigo que recibiría sería de antología. Caminó hacia la puerta principal y retiró el pestillo, abrió un poco la puerta y asomó la nariz.

—Buenos días —dijo Johanna, en un tono de voz autoritario que a ella misma le sorprendió.

—Queremos ver al pastor —dijo uno de los hombres, que por la posición y por haber tomado la iniciativa, bien podría ser el líder de la muchedumbre.

Johanna escaneó al grupo por algunos segundos, sin borrar su sonrisa fingida; práctica que ya dominaba a la perfección, y logró contar a diez personas, dentro de las que había dos mujeres.

—Mi esposo está vistiéndose —contestó, sin abrir la puerta—. ¿En qué los puedo ayudar?

El hombre frunció el ceño, retrocedió dos pasos y cruzó sus brazos sobre su pecho.

—Lo esperamos, entonces —contestó, con seguridad. El resto de la muchedumbre asintió con la cabeza.

Johanna cerró la puerta, puso el pestillo por precaución, y caminó hacia la oficina.

—¿Quién es? —preguntó James, ya terminando de vestirse—. ¿Y qué quieren?

—No me dijeron —contestó Johanna, asustada.

—¿Y no les preguntaste? —A Johanna se le cayó el rostro.

—Sí, pero me dijeron que preferían esperar.

James se abrochó el blazer, y caminó hacia la puerta, sacó el pestillo y se quedó frente a la puerta por algunos segundos, para darle algo de misterio a su salida. Abrió la puerta con cuidado y salió desde el interior de la iglesia, dispuesto a saber qué quería la muchedumbre. Sabía, en el fondo, que no era algo bonito.

Padre, he pecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora