Ensayo y error nº2: Lo que hacen los mayores en la tele.

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Año 1999, tercero de primaria, clase de las abejas.

A partir de tercero de primaria, todos mis compañeros y compañeras parecían aprender mucho más rápido y mejor que yo, lo cual me situó en una auténtica negación académica. En una ocasión, tras las clases, mi tutora se coló corriendo en el autobús para hablar con Madre y decirle que el nivel de lectura de su hija era comparable al de un caracol enfermo. ¡Qué humillación! No quería decepcionar a Madre, ni tampoco a Padre, pero aunque lo intentara, no podía ser más lista. Entonces, si no podía ser la más lista, ni la más guapa, ni la más femenina, sería la más gamberra.

Generé un itinerario que consistía en meterme en líos y hacer todo lo que estuviera prohibido hacer en la escuela: correr sin control por los pasillos, apartando de un manotazo a quien osara interponerse, taponar los grifos de las fuentes, subirme a las mesas de las clases y el comedor, suprimir los garbanzos con col empleando las cucharas como catapultas, aflojar las tapas de los saleros de los rivales del tercero A y el tercero C, y cuestionar toda autoridad que pretendiera censurar dichos actos. Así, la relación con los demás niños y niñas cambió; sabían que, al acompañarme, el mayor juego consistiría en burlar a las temibles vigilantes para colarnos allá donde estuviera prohibido sin ser vistos. Al final no quedaron muchos dispuestos a seguirme, pero Becca, un año mayor que yo, se quedó.

Becca y yo descubrimos el interés mutuo por las series de los noventa, y a partir de lo que aprendimos en la televisión, ambas adoptamos los roles de adolescentes prematuras con fantasiosa altivez; nuestros referentes eran Quimi y Valle de la serie Compañeros (1998-2002).

Becca y yo teníamos un escondite, un hueco estrecho que quedaba tras el armario donde se guardaban los balones, las cuerdas y los cubos, un rincón que (aún no llego a entender porqué) las monitoras no solían vigilar. Durante los recreos, nuestra misión era llegar allí subidas a una moto invisible con la que esquivamos los obstáculos de la pista que querían impedirnos llegar, y sorteábamos los traicioneros arenales con mil acrobacias. Cuando Becca se agarraba a mi cintura para no caer del vehículo, era diferente a cuando lo hacía un niño, u otra niña, como si me envolvieran en una manta de calor, haciéndome sentir segura y protegida, y a la vez concediéndome el suministro de valía que requería tener a alguien a quien proteger. Era una de las mejores sensaciones del mundo.

Al llegar al hueco, lo siguiente consistía en que no nos pillaran. Nos poníamos cara a cara, muy cerca, ajustando el espacio mientras transcurrían los minutos en silencio. Las monitoras no tardaron en ficharnos y el escondite quedó obsoleto. Por suerte no era el único lugar prohibido, no se podía entrar en los lavabos sin supervisión, ni mucho menos de dos en dos; la nueva misión, meternos directas en uno de los cubículos. Lo conseguimos a la primera. No teníamos nada que hacer allí una vez burlada la vigilancia, así que, aprovechando el espacio que ofrecía el cubil, me senté en el suelo, apoyada en la puerta, a esperar. Becca también se sentó, pero lo hizo sobre mis piernas, de cara, con los brazos apoyados en mis hombros. No teníamos ni idea de lo que hacíamos, ni por qué, solo imitamos lo que veíamos en la tele cuando los protagonistas se quedaban a solas, así que juntamos las bocas. Al principio fue suave y resbaladizo, pero sentir saliva ajena en mi boca y saber que eso no era mío, fue demasiado. Nos levantamos exclamando un ¡argh! para ir de un salto al lavabo.

—¿Qué hacéis las dos aquí? —preguntó la monitora, que parecía Polifemo bloqueando la obertura de fuga.

—Nada, solo nos lavamos —respondió Becca.

—Nos enjuagamos, la comida de hoy estaba muy mala —dije yo. Por el gesto de la giganta, aquel motivo era perfectamente válido.

—Venga, no podéis estar aquí. Para el patio

Salimos corriendo mientras las risas de bochorno y triunfo se alejaban sobre la moto invisible.

La vigilancia fue mucha a partir de entonces, y los espacios donde estar a solas quedaron obsoletos antes de terminar el curso.


Año 2003.

Becca se cambió de escuela al acabar sexto de primaria. Tras el primer año de instituto, a los doce años, Madre me apuntó a una academia de refuerzo durante todo el mes de julio. ¡Qué forma de desperdiciar el verano! Pensaba. Ya había tenido profesora particular el año anterior, no serviría de nada y menos en un entorno desconocido para mí.

Pero no todo iba a ser desconocido: allí estaba Becca. No recuerdo ninguna conversación en concreto, ni siquiera un comentario por su parte, excepto:

—¿Te acuerdas cuando nos escondíamos tras el armario y...? —dejó en suspenso el recordatorio entre risitas y una mueca de ¿disgusto? Respondí con otra risa, pero sin muecas. Claro que me acordaba, me sorprendió mucho más que lo hiciera ella, y fui incapaz de distinguir si la mueca de asquito fue exigida por las circunstancias sociales, o no.


Año 2017.

Una noche, volviendo a casa a eso de las diez de la noche en metro, la vi. ¿Cuántas posibilidades había de encontrarnos después de tantos años? Yo tenía veinticinco, así que ella rondaría los veintiséis. Me sorprendió reconocerla, pero no le dije nada la primera vez, ni la segunda, ni la tercera vez que coincidimos. En ocasiones iba con las que serían sus compañeras de trabajo, otras sola, pero nunca intenté que ella me viera, porque solo podía preguntarme: ¿Recordará lo mismo que yo al vernos? ¿Miedo? ¿Timidez? ¿Vergüenza?


Resultado ensayo y error nº2:

1999: Besos con saliva, ¿por qué lo harán los mayores? Tanta saliva...

2003: ¿Para qué saca el tema del armario si tanto le disgustó? A ver.

2017: Si la saludo, ¿qué mueca asomará esta vez? 

Una lesbiana desubicada: Treinta años de ensayo y errorWhere stories live. Discover now