—¿Dejarás todo afuera? —inquirí sorprendida.

—Lo que menos necesitamos es que nos despierte un león de la montaña buscando un bocadillo —dijo regresando a mi lado—. Ya suficiente con tu olor, que los atrae, según dicen.

Enrojecí hasta las orejas. —¿El Alfa se los contó? —murmuré horrorizada.

Se agachó frente a mí y me quitó el cuenco, haciéndome alzar la cara sin la menor gentileza. Su acento se endureció sin transición.

—¿De qué hablas, pequeña?

Me encogí con un escalofrío.

—Respóndeme —exigió, recordándome todas y cada una de las razones por las que le temía.

—Porque él... yo... —balbuceé, temblando de pies a cabeza—. El Alfa me salvó de un león de la montaña en otoño.

Me soltó bruscamente. —¿Cómo sabes que fue él? ¿Acaso te lo dijo?

Sabía que no hallaría una respuesta correcta que no faltara a la verdad. Respiré hondo y le relaté con voz temblorosa lo que ocurriera en el estanque, obligándome a no omitir la parte del Alfa bañándose desnudo en la cascada, el corazón latiendo en mi garganta más que en mi pecho, que ardía de miedo.

Un silencio casi palpable llenó la cueva cuando callé, sólo interrumpido por el chisporrotear del fuego.

—¿Y cómo sabes que era nuestro príncipe? —preguntó, interrumpiendo mis esfuerzos por no echarme a llorar y arrojarme de rodillas a sus pies a suplicar clemencia.

—Por... por el tatuaje —musité, señalando mi propia espalda.

—¿Tatuaje? ¡Descríbelo!

—Una cruz ornada sobre un cuarto creciente.

Se incorporó con tanta brusquedad que me eché hacia atrás instintivamente. Lo oí alejarse hacia la entrada de la cueva y detenerse allí por un minuto eterno, para luego comenzar a pasearse entre el tapiz y el fuego a paso lento.

—¿No dijiste que era de noche? —me espetó.

—Lo siento, mi señor. Te dije que mis sentidos son...

—Más agudos que los de la gente común, sí —me interrumpió bruscamente.

La angustia se sobrepuso a mi miedo y ahora sí me arrojé de rodillas, doblándome sobre mí misma hasta tocar mis piernas con mi pecho.

—¡Lo siento, mi señor! ¡No hice nada de eso a propósito! ¡Perdóname, por favor!

—¿Cómo es posible que lo hayas visto? —insistió—. Sólo los lobos ven la marca del Alfa, y sólo a la luz de la luna.

—La... la luna, mi señor... —resollé—. No vi el tatuaje hasta que la luna asomó sobre el barranco.

Cruzó la cueva hacia mí en tres pasos rápidos, firmes.

—Levántate —ordenó con frialdad.

Obedecí sin poder contener las lágrimas, temblando de pies a cabeza.

—Si no fueras mi compañera, tendría que matarte —gruñó muy cerca de mi cara.

Volví a caer de rodillas, llorando sin ruido. Se inclinó sobre mí y mi reacción instintiva fue cubrirme la cabeza con los brazos, segura de que me golpearía. Oí su interjección ahogada.

—Perdóname, mi pequeña —murmuró agitado—. No quise asustarte.

Apartó mis brazos de mi cabeza con suavidad, pero permanecí como estaba, sin atreverme a hacer el menor movimiento. Me acarició el pelo luchando por serenarse y me tomó entre sus brazos, su mano apretando mi cara contra su pecho.

—¿Mi señor...? —logré articular.

Aflojó su abrazo al instante y volvió a acariciar mi cabeza, sus labios agitándose contra mi frente.

—Júrame que nunca le dirás a nadie que lo viste —dijo en un susurro tenso.

—Lo juro, mi señor. Nadie más lo sabe. Sólo tú.

—¿Y tu amiga sanadora?

—Nunca se lo dije. Temía su castigo si se enteraba.

—Claro que sí —respondió con una risita amarga—. Ella conoce nuestras leyes.

Tal como la noche anterior, me hizo sentar frente al fuego entre sus piernas, abrazándome y meciéndome como si me acunara. Me hice un ovillo contra su cuerpo, todavía agitada y temblorosa. Las emociones del día no tardaron en hacer sentir su peso y me adormecí sin poder evitarlo.

Desperté sobresaltada en medio de la noche. Estaba tendida en el jergón, desnuda, bien abrigada bajo las mantas y la piel de oso.

Sola.

Mis ojos estaban descubiertos, la ancha cinta negra doblada junto a mi cabeza. Me volví hacia el fondo de la caverna y se me escapó un suspiro entrecortado de alivio: el lobo estaba allí, echado junto al jergón. Alzó la cabeza al instante. Olfateó mi cara y la lamió con suavidad. Le eché los brazos al cuello, ocultando mis lágrimas entre su pelambre.

—Ven a dormir, mi señor —murmuré—. Extraño tu calor.

Volví a darle la espalda, cubriéndome los ojos. Un momento después lo sentí deslizarse junto a mí bajo las mantas. Besó mi mejilla, abrazándome para pegarse a mi cuerpo.

—Perdóname, mi pequeña —susurró en mi oído—. Prometo esforzarme para que te sea tan fácil tratar con el hombre como con el lobo.

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