Capítulo 23

421 36 46
                                    

Candy estaba a solas en su habitación revisando recuerdos que sacaba uno a uno de su valioso joyero, herencia de los Granchester. Además de los recortes de periódicos y revistas que guardaba sobre Terry, allí tenía fotografías de él y de sus hijos. Casi todas eran la primera fotografía de cada niño nacido de su vientre y eso incluía a Oliver. En otra caja de madera finamente tallada, ella guardaba otro tipo de memorias, en pequeños estuches conservaba los primeros dientes, mechones de cabellos, algunas cintas, y unas botitas tejidas por la señorita Pony que fueron usadas por William, su primogénito. Pensaba con un sobre en la mano, cómo sería la mejor forma de hablar con Oliver sobre su madre natural, cómo luego contenerlo si en aquella carta que ella nunca había visto, respetando la voluntad de la mujer que le dio la vida se revelaba la identidad de su padre. Se preguntaba una y otra vez si sabiendo la verdad de su origen el muchacho sentiría el impulso de tirar del hilo de su historia e ir por ella hasta incluso sentir la necesidad de conocer al hombre que lo engendró, que ella sabía estaba vivo en Chicago.

Oliver siempre supo parte de la verdad de su origen, que su madre biológica no pudo tenerlo a su lado por su condición de extrema pobreza y luego por su enfermedad, Candy siempre le habló sobre ella de manera indulgente, inculcándole el agradecimiento por darle la vida, y por desprenderse de él con sufrimiento para que él fuera feliz.

Cuando Oliver tenía un año con los Granchester, Candy recibió una carta de la Hermana María en la que le explicaba sobre el deseo de la madre de saber sobre su hijo, deseaba conocer en qué condiciones vivía en Inglaterra, y sobre todo si era un niño feliz y amado. Ella le respondió a través de la religiosa, pero sin revelar el apellido que ahora llevaba el pequeño ni mucho menos la forma de ubicarlos, ese había sido el acuerdo propuesto por Terry al momento de la adopción, como una medida para proteger el corazón bondadoso de su mujer, que ya estaba totalmente entregado al niño desvalido que convirtieron en hijo. Él no objetó que la pobre mujer madre de Ollie recibiera noticias de él, mucho menos sabiendo sobre su frágil salud, pero no estuvo de acuerdo con una adopción abierta, y se corriera el riesgo de que el verdadero padre del niño quisiera recuperarlo, más conociendo su reputación. No era un buen hombre.

Ahora había llegado la ocasión acordada por ambas mujeres para que él por primera vez recibiera una carta escrita de puño y letra de su madre biológica. Por alguna razón, Maryam Campbell le había pedido antes de morir, que le entregara aquella misiva, su única comunicación con su hijo, en el momento de su boda, y estaba allí, a la vuelta de la esquina.

Candy volvió a acariciar sus memorias antes de devolverlos a la pequeña caja. Pero colocó la carta de Maryam sobre su mesa de noche, y absorta se dejó llevar de nuevo por los recuerdos de la infancia de sus hijos, y entonces tuvo un nuevo impulso, volviéndose a su joyero. Sacó de él el crucifijo que la hermana María le había dado cuando ella salió del Hogar de Pony para vivir con los Lagan, ese que siempre la había acompañado. Sonrió al verlo sobre la palma de su mano, lo acarició con ternura y lo llevó al lado de la carta con la intención de cederlo ahora a su hijo adoptivo, porque Ollie además estaba a punto de casarse, pero también a punto de partir de casa para iniciar su entrenamiento militar. Hecho que a ella le dolía profundamente, generándole angustia y temor. No se apartaban de ella las imágenes de Alistair cada vez que pensaba en Oliver y su decisión de ser piloto. Recordaba esa tarde en la que el dulce inventor fue al hospital Santa Juana para encontrarse con ella, y en la que hablaron sobre su decisión de ir a Francia poco después del estallido de la Gran Guerra, Candy quiso convencerlo de no ir, pero no lo logró, como tampoco lo habían logrado Archibald ni Patricia.

Ella ahora tendría que enfrentar el hecho de que no sólo uno de sus hijos iría de un momento a otro al frente, si no dos, porque William lo haría más tarde, como cirujano de guerra. Poco había pensado en todo esto los días posteriores al estreno de Romeo y Julieta tan ocupada como estaba en atender su trabajo en la clínica, el cuidado de Duncan, y los preparativos de la boda, junto a Madelaine y Lady Flower. Observaba el entusiasmo de la muchacha que opacar esta dicha con sus aprehensiones le parecía egoísta.

Dear Terry: Nosotros en la tempestadWhere stories live. Discover now