—Buenos días, pequeña —musitó soñoliento.

—Perdón, mi señor, no quise perturbarte.

Soltó uno de esos hum que sonaban a mitad de camino entre un gruñido y una sonrisa, y tomó mi mano para guiarla a descansar en su ancho pecho, como antes descansara en su espalda.

—Está bien. Me gusta despertar así contigo.

Permaneció muy quieto, como si se hubiera adormecido, hasta que el viento que aún aullaba afuera envió una ráfaga helada a colarse dentro de la cueva. La tormenta no mostraba trazas de ceder. Su pecho se alzó en una larga inspiración.

—Mejor que alimente el fuego —murmuró.

Me cubrió con las mantas y la piel de oso hasta los hombros y se levantó. Mientras lo oía moverse a mis espaldas, dejé mi mano en la sábana, que aún conservaba su calor. Y su olor. Incliné la cabeza para apoyar la nariz en ella, respirando lo que para mí ya era el perfume más exquisito del mundo.

Su mano en mi pelo me inmovilizó.

—¿Cómo te sientes? ¿Tienes algún dolor, ardor, incomodidad? —preguntó con velada ansiedad.

—No, mi señor lobo.

—¿Estás segura?

—Sí, mi señor.

—Siéntate —susurró.

Cuando me erguí, se arrodilló en el jergón frente a mí y llevó mis manos a apoyarse en sus rodillas.

—Aquí me tienes —dijo en mi oído—. Haz lo que quieras.

Mi corazón saltó en mi pecho. Deseaba tocarlo, pero no me atrevía.

—¿Qué ocurre? —preguntó cuando vio que no me movía.

—Es que no quiero disgustarte, mi señor —musité.

Me hizo alzar la cara hacia él riendo con un siseo.

—Hay sólo dos cosas que podrías hacer para disgustarme, pequeña: tratar de escapar de mí o de verme antes de tiempo —respondió.

Fruncí el ceño, confundida por cada una de sus palabras. Volvió a reír por lo bajo y se inclinó a besar mi frente. Su movimiento acercó su pecho a mi cara. No pude contenerme y la alcé hacia él, aspirando el olor de su piel.

Deglutí, luchando por serenarme. Mi nariz se hallaba en el hueco entre sus pectorales. Su piel pulsaba imperceptiblemente con cada latido de su corazón. Hice una profunda inspiración, absorbiendo su esencia única.

Lo sentí tensarse apenas cuando mi aliento tocó su piel. Fue como si algo cediera en mi interior. El temor que me inmovilizaba retrocedió, barrido a un lado por una mezcla irresistible de deseo y curiosidad.

Mi nariz se deslizó con lentitud sobre su pecho, y una de mis manos se alzó a unirse a la exploración. Permaneció muy quieto, sentado sobre sus talones, las rodillas separadas, mientras yo exploraba su pecho hacia arriba. Echó la cabeza hacia atrás cuando alcancé su ancho cuello, que remonté sin prisa. Su pulso se aceleró cuando subí a lo largo de su arteria, rozándolo con mis labios inadvertidamente. Alcancé el lóbulo de su oreja y recorrí la línea firme de su mandíbula, mis manos abiertas contra su pecho.

Era fascinante. Su aliento entrecortado pareció tirar de mí hacia arriba. Me besó con tanta lentitud como yo lo exploraba a él. Volví a descender por su cuello, recorriendo el largo trayecto entre sus hombros con mi nariz contra su piel.

Mis manos se unieron sobre su pecho y resbalaron con mi nariz hacia abajo, sintiendo cada músculo de su torso.

Como aprendiz de sanadora, la anatomía masculina no era un misterio para mí, pero la ausencia absoluta de vello me confundió. La piel de su pelvis era tan tersa como la de su pecho. Apoyé las manos en sus muslos, inclinando la cabeza hasta que me topé con su ingle. Lo sentí tensarse, pero no se movió.

El recuerdo de su sabor me retorció las entrañas.

Mis labios resbalaron por su miembro dormido. Lo tomé en mi boca y lo sentí estremecerse de pies a cabeza. Aguardé un momento, pero no hizo nada para detenerme o alejarme de él. Sentirlo despertar contra mi lengua envió un ramalazo de chispas a mi estómago.

Pronto precisé una mano para retenerlo en mi boca, y no tardé en tener espacio de sobra para mover mi puño entre mis labios y su pelvis. Soltó un gruñido agitado, empujándose hacia mí suavemente con sus caderas. El perfume de su piel tensa, tan cerca de mi nariz, hacía que la cabeza me diera vueltas.

Un gemido enronquecido brotó de sus labios al mismo tiempo que lo sentía en mi lengua. Miel y madreselva, exquisito, embriagador. Su mano abierta sobre mi cabeza era un peso muerto, la excusa perfecta para no apartarme de él y saborearlo un poco más.

Le llevó un momento mover su mano a mi hombro, agitado y sudoroso. Comprendí y me erguí. Tal vez demasiado rápido, porque sentí un mareo breve pero intenso. Apoyé la frente en su brazo, tan agitada como él. Era extrañísimo. Al igual que la noche anterior, sentía que perdía noción de lo que me rodeaba.

Me sostuvo un momento más, luego besó mi pelo y me ayudó con suavidad a tenderme en el jergón. Lo sentí estirar las mantas y la piel de oso antes de acostarse a mi lado. Me volví de espaldas a él. Quería recostarme contra su pecho. Quería que volviera a abrazarme. Me costaba pensar, como si me hubiera convertido en un cúmulo de sensaciones y emociones, carente de toda capacidad de razonamiento.

Sus dientes apretaron la base de mi cuello, provocándome un escalofrío que pareció tensar mi vientre. Me arqueé con un quejido sofocado, hasta que mis glúteos chocaron con sus caderas. Los acarició un momento antes de estrecharme entre sus brazos, envolviéndome en su calor.

—Duerme, mi pequeña —susurró en mi oído.

Su voz pareció cerrar mis párpados, de pronto pesados, y me dormí sin poder evitarlo.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now