—No te muevas —jadeó agitado, apartándose de mí.

Mi cabeza no estaba en condiciones de procesar la orden y acatarla. Ese líquido en mi estómago no olía como nada que hubiera olido jamás. Dulce con una pizca agria, pero con un algo agreste, fresco. Era una combinación tan intrigante como irresistible. No pude contener mi curiosidad. Mojé mis dedos y me los llevé a la boca.

Miel y jengibre, reconocí volviendo a humedecer mis dedos. Más miel que jengibre, y... Chasqueé la lengua contra el paladar. Algo más, ¿qué era? Probé una pizca más. Fuera lo que fuese, era sencillamente delicioso. No era fruta. ¿Una flor...? Paladeé otro poco y sonreí. ¡Madreselva!

—¿Qué crees que haces? —lo oí preguntar sorprendido desde el fuego.

La comprensión me paralizó como estaba, con la mano a mitad de camino entre mi estómago y mis labios. Lo oí acercarse y me corrí hacia el otro extremo del angosto jergón, como si fuera a acortar la distancia o evitar nada.

Para mi gran sorpresa, se tendió junto a mí con un suspiro todavía agitado. Me estremecí al sentir que dibujaba un círculo en mi estómago con un dedo. Un instante después, su dedo húmedo tocaba mis labios, que se apartaron obedientes para permitirle tocar mi lengua.

—¿Qué eres, pequeña? —murmuró en mi oído, sus dedos cubriendo mis labios con su sabor exquisito, que me apresuré a limpiar con la lengua.

—No lo sé, mi señor —musité, conteniendo el aliento, esperando que me permitiera saborear una pizca más.

La fiebre había pasado, pero en mi cabeza persistía esa sensación como de nubes. Apoyó su dedo en mi lengua y lo apreté contra mi paladar. El sabor de su cuerpo tenía en mí el mismo efecto que cuando Tea cocinaba sus hierbas secretas. Mis rodillas cayeron sobre las de él y mis brazos se aflojaron sobre mi pecho. Estaba agotada pero me sentía liviana como una pluma.

Sentí que limpiaba mi estómago con el paño tibio. Apenas lo apartó, me volví hacia él, ya adormecida. Encontré el hueco de su cuello, aún húmedo de sudor. Eso acentuaba un poco su olor, el olor tranquilizador del lobo. Hundí mi cara allí y no me rechazó. Lo sentí mover el otro brazo. Me cubrió con mi manto, que quedara caído junto al jergón. Entonces apoyó la cabeza junto a la mía, su perilla arañando apenas mi frente, y su brazo vino a descansar alrededor de mi cintura.

Desperté sola, acostada sobre la sábana que cubría las agujas de pino y arropada con la manta y la piel de oso. Y junto a mi cabeza hallé la tira de tela negra que me cubriera los ojos, prolijamente doblada.

Me levanté muerta de hambre, pero no tenía nada sólido preparado para desayunar. Tendría que conformarme con té hasta que pudiera subsanarlo.

A pesar de mi absoluta inexperiencia, me alcanzaban las luces para comprender lo que había sucedido la noche anterior. Toda mi incredulidad y todas mis preguntas no bastaban para negarlo. Ignoraba qué significaba, si es que significaba algo más de lo que había sido: un impulso instintivo que se había impuesto al autocontrol del lobo por un momento.

Los vestidos que me trajera la princesa eran demasiado bonitos para arruinarlos con mis quehaceres, de modo que vestí el atuendo de cazador. Pasé la mañana recogiendo leña, y descubrí un arbusto de arándanos entre la nieve, cargado de bayas. Mi estómago gruñó de hambre de sólo verlos, y comí hasta saciarme allí mismo. Más tarde encontré otros dos arbustos en las inmediaciones, y coseché un cuenco entero de sabrosas bayas para comer de pos...

Sentí una especie de punzada en el estómago al pensar en la noche. Tal vez no tuviera ocasión de comer arándanos después de la cena. En realidad, ojalá no tuviera ocasión. No quería hacerme ilusiones, pero...

Bufé, enfadada conmigo misma. ¿Ilusiones de qué? ¿De volver a tener intimidad con el lobo? ¿Por qué querría volver a tocarme? No sólo era como era: además, de acuerdo a las propias leyes de los señores del Valle, no sería mayor de edad hasta que cumpliera diecisiete, y ningún lobo buscaba interacción sexual con menores de edad.

Enumeraba todas las razones por las que era una estupidez tan siquiera soñar con que ningún hombre, lobo o humano, se interesara en mí jamás, cuando encontré sus ropas, prolijamente dobladas sobre el arcón. Tomé la camisa y su olor pareció envolverme. Era como si le hablara directamente a mis entrañas.

Me sorprendió oler también su sudor. Abrí sus pantalones negros y noté que las arrugas estaban marcadas con polvo.

El agua del arroyuelo me hizo doler los dedos, pero la orilla rocosa me permitió refregar bien las ropas del lobo. Poco después, ambas prendas humeaban frente al fuego, con las espigas de lavanda que hallara entre mi ropa.

Decidí que cenaría temprano esa noche, sólo para demostrarme a mí misma que lo hacía en vano. Y para reforzar el experimento, y probar que era una estúpida acabada, me aseé y cambié mi atuendo de cazador por uno de los vestidos del arcón.

Parecía un sacrilegio usar una prenda tan fina en esa cueva. Era morado oscuro, escotado y ceñido bajo el corpiño como el vestido de Lirio, aunque la falda era aún más amplia. Y cuando me preguntaba cómo evitaría enfermarme de frío con el pecho tan descubierto, descubrí en el fondo del arcón la respuesta perfecta: un cuello de piel de ardilla, que se ajustaba bajo el mentón con un broche de madera, dejando que los pliegues cayeran cruzados sobre mi pecho expuesto, justo por debajo del corpiño. A eso llamaba elegancia práctica.

Me desenredé el pelo con los dedos lo mejor que pude, y para evitar que se me viniera a la cara, pasé la cinta del manto por debajo de mi corta melena y detrás de mis orejas, atándola sobre mi coronilla.

Sólo por precaución, sujeté la cinta negra a mi muñeca con un nudo flojo, que podría desatar de un tirón.

La noche trajo un viento helado del norte, que silbaba en las ramas cargadas de nieve. Agregué leña al fuego para evitar que la cueva se enfriara demasiado. Eso terminó de secar las ropas del lobo. A pesar de que no podía ver las estrellas moverse allá afuera, era consciente del paso del tiempo.

Tal vez lo que ocurriera la noche anterior lo mantenía alejado.

Tal vez no regresara, ni esa noche ni nunca.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now