Más allá de la duda.

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Le había dado tiempo para subir y poner sus cosas en orden, incluso quizá tal vez para cenar.

La noche terminara de reclamar posesión de todo lo que nos rodeaba y del bullicio del mercado, no quedaba rastro alguno; el día de mercado terminara hacía horas y las familias debían encontrarse reunidas a la mesa, listas para despedir el día.

El mío comenzara muy temprano porque apenas si pudiera pegar un ojo durante la noche. Últimamente mis noches eran eso, un dar vueltas por la cama sin lograr conciliar el sueño, sin poder quedarme quieto. La situación se me iba de las manos y no soportaba más la distancia. Charlie me hacía cada vez más falta. Enloquecería si no la veía pronto y de hecho, creía estar enloqueciendo. Esta mañana en el servicio apenas si pudiera prestar atención, tampoco logré seguir la conversación que se dio a la mesa de Marrigan, o enterarme de las mejorías en el estado de Doria cuando ella explicó que el día anterior viera al sanador particular de la familia. Y me angustió ser incapaz de terminar de asimilar lo que veía cuando con Ivany y Thurr fuimos a visitar a los soldados que aun estaban convalecientes.

Iba a enloquecer y morir de la tristeza.

Aparté el grueso cortinado azul y espié hacia fuera. La calle estaba tranquila, casi vacía y poco se escuchaba porque por el frío, todas las ventanas permanecían cerradas, guardando para el interior de las viviendas, todo rastro de vida.

Exhalando con fuerza, espié hacia arriba.

Su vivienda estaba en la tercera planta. Creía ver luz en las ventanas.

Sin dar aviso, abrí la puerta y obviando los dos peldaños del coche, salté a la calle.

Los guardias inmediatamente se lanzaron tras de mí.

—Subiré solo —me limité a ladrar.

El guardia a cargo se dio el gusto de llamarme.

—Señor, sería conveniente si lo acompañáramos.

Hice al un lado la capa para enseñarle lo que colgaba de mi cinturón.

—Igualmente, Señor. Nuestro deber es protegerlo.

—Subiré solo.

—Señor —volvió a intentar replicar.

—Ustedes se quedan aquí, es una maldita orden.

El sujeto tragó. Cuadró los hombros y alzó la frente llevando su mano enguantada a la empuñadura de su espada.

—Como usted diga —contestó de mal modo.

A Rygan lo habían dejado subir solo, a mí los muy malditos me vigilaban a sol y a sombra.

Gruñendo di le media vuelta y a los saltos subí los escalones de la entrada del edificio para empujar la puerta que siempre estaba abierta.

A un costado de la entrada vi sus cosas.

Inspiré hondo y me lancé hacia las escaleras aprovechando que no había nadie a la vista.

Las espadas que cargaba tintinearon como campanas en mi remontada, por debajo de la capa que me cubría. Campanas ominosas porque no creía que la conversación entre nosotros fuese ser sencilla o amistosa.

Llegué a la tercera planta sin toparme con nadie.

Aparté la capucha de mi cabeza y llamé a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó desde el otro lado de la puerta sin abrirla.

—Morgan, Lukehl. Soy Morgan. Necesitamos hablar. Abre.

Por un larguísimo instante, uno casi eterno, todo fue silencio.

Al final escuché que descorría los cerrojos.

Un reino desolado.Where stories live. Discover now