Las montañas doradas.

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Mi respiración era la de quien lleva corriendo por toda la vida, corriendo hacia su destino. No me sentía particularmente casado, simplemente agitado, y a pesar de la quietud exterior de mi cuerpo, inquieto.

Volví a bajar la vista hasta mi abdomen cubierto por mis manos y no di con la sangre que esperé encontrar en cuanto el dolor me atravesó. Mi vientre era fuego y no creía que aquello tuviese que ver con la extraña comida que probara, la cual no me pareció del todo desagradable sino completamente distinta a lo que solía consumir. Bien, la comida no había sido lo único distinto, la compañía también lo fuera; aún no podía comprender como su hermano y su mejor amiga no terminaran odiándome al cabo de que ella les contara la verdad, yo aún no podía terminar de asimilar que ella no me odiaba después de todo a lo que la sometí.

Alcé la prenda que llamaban camiseta y para mayor seguridad, revisé mi piel.

Nada.

No había absolutamente nada allí y sin embargo el dolor no se iba.

Por un primer instante, me asusté creyendo que el dolor le pertenecía a Charlotte, ahora mismo, no entendía cómo o porqué, estaba seguro de que dolor no era de ella y aún así...

La tristeza y la desazón que no tenía que ver con la frustrante presencia de todos los espejos que me rodeaban, los cuales eran incapaces de llevarnos a Charlotte o a mí a ninguna parte.

Aparté mis manos y las apoyé sobre mis muslos, todavía no pudiendo creer que no había ni registro de sangre en mis palmas.

Ni un parpadeo más tarde y escuché la puerta abrirse.

Alcé la cabeza y me topé con el rostro de Charlotte empapado en lágrimas.

—¡Por los dioses! —salté del sillón llevándome por delante la mesa baja frente a mí, todo lo que estaba encima de esta, incluida mi copa de vino, se sacudió amenazando con caer—. ¡¿Charlotte?! —jadeé registrando a toda prisa su cuerpo. No vi sangre por ninguna parte pero aún así... —¿Charlotte, qué tienes, qué sucede? —Esquivé la mesa y fui hasta ella porque se quedara parada bajo el umbral de la puerta, con las llaves en su mano derecha y ambas manos, alzadas a media altura en un ademán de cruza desesperanza—. ¿Charlotte? —jadeando me detuve a su lado, temiendo tocarla y hacerle todavía más daño—. ¿Charlotte qué sucede? ¿Y tu hermano, y Sofía? ¿Ocurrió algo? —Espié hacia fuera sin notar más que el fresco del espacio del corredor, que la puerta abierta de aquella cabina que se movía sola para subir y bajar por el edificio.

Ella negó con la cabeza llorando a mares, viéndome con aquellos ojos suyos tan claros, tan puros los cuales en este instante eran puro sufrimiento.

No lo soporté más y tomé sus manos en las mías, frescas, más frías de lo que su cuerpo se sintiera jamás.

—Charlotte, amor —me atreví a llamarla porque temblaba.

Ella alzó sus pestañas empapadas.

—¿Tienes que decirme qué sucede? —le rogué aterrorizado.

—No sé —respondió en mi lengua.

—¿Te duele algo? —froté sus dedos helados con los míos. Charlotte bajó la vista como querido indicarme algo. Bajé la mirada también.

Ella iba en unos pantalones cortos de un azul desvaído que apenas si le llegaban a la mitad del muslo y tenían el extremo de la tela desflecado. En mi mundo ninguna hembra jamás hubiese vestido nada semejante sin embargo hasta Pedro me había jurado que era común que las mujeres allí fuesen vestidas así durante el verano.

En sus muslos no vi más que las cicatrices que eran en parte el daño que yo le causara. Sus piernas por lo demás estaban perfectas, igual sus pies en aquel extraño calzado que se enganchaba en sus dedos.

Un reino desolado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora