Capítulo Cuatro

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-¿Qué son? -preguntó Hazel.

El Argo II estaba atracado en un concurrido muelle. A un lado se extendía un canal de navegación de aproximadamente medio kilómetro de ancho. Al otro se abría la ciudad de Venecia: tejados de tejas rojas, cúpulas metálicas de iglesias, torres con chapiteles y edificios blanqueados por el sol con los colores de las
tarjetas de San Valentín: rojo, blanco, ocre, rosa y naranja. Por todas partes había estatuas de leones: encima de pedestales, sobre las puertas o en los pórticos de los edificios más grandes. Había tantas que Andy supuso que el león debía de ser la mascota de la ciudad. Donde deberían haber estado las calles, los canales verdes se abrían paso entre los barrios, todos atascados por las lanchas motoras. A lo largo de los muelles, las aceras estaban atestadas de turistas que compraban en los puestos de camisetas, desbordaban las tiendas y pasaban el rato en las áreas de cafés con terraza, como manadas de leones marinos. Andy había pensado que Roma estaba llena de turistas, pero ese lugar era una locura. Sin embargo, Nico y el resto de sus amigos no estaban prestando atención a ninguno de esos detalles. Se habían reunido en la barandilla de estribor para observar las docenas de extraños monstruos peludos que se apiñaban entre la multitud. Cada monstruo era del tamaño de una vaca, con la espalda encorvada como un caballo doblegado, enmarañado pelo gris, patas huesudas y negras pezuñas hendidas. Las cabezas de las criaturas parecían demasiado pesadas para sus pescuezos. Tenían largos hocicos, como los de los osos hormigueros, inclinados hacia el suelo. Sus descuidadas melenas grises les tapaban los ojos por completo.

Andy observó como una de las criaturas cruzaba pesadamente el paseo marítimo, olfateando y lamiendo la calzada con su larga lengua. Los turistas se separaban a su alrededor, despreocupados. Unos pocos incluso lo acariciaban. Andy se preguntaba cómo los humanos podían estar tan tranquilos. Entonces la figura del monstruo parpadeó. Por un momento se convirtió en un viejo y gordo sabueso. Jason gruñó.

-Los mortales creen que son perros extraviados.

-O mascotas que vagan por la ciudad -dijo Piper-. Mi padre rodó una película en Venecia. Recuerdo que me dijo que había perros por todas partes. A los venecianos les encantan los perros.

-Pero ¿qué son? -preguntó Frank, repitiendo la pregunta de Hazel-. Parecen...vacas hambrientas con pelo de perro pastor. Esperó a que alguien se lo aclarara. Nadie ofreció la más mínima información.

-Tal vez sean inofensivos -propuso Leo, ganándose una mirada de Andy-. No hacen caso a los mortales.

-¡Inofensivos! -dijo Gleeson Hedge riéndose.

El sátiro llevaba sus habituales pantalones cortos de gimnasia, su camiseta de deporte y su silbato de entrenador. Su expresión era tan destemplada como siempre, pero todavía llevaba en el pelo una de las gomas rosadas que le habían puesto los enanos bromistas en Bolonia.

-Valdez, ¿cuántos monstruos inofensivos hemos visto? ¡Deberíamos apuntarles con las ballestas y ver lo que pasa!

-Oh, no -dijo Leo.

Había demasiados monstruos. Sería imposible apuntar a uno sin causar daños colaterales entre las multitudes de turistas. Además, si cundía el pánico entre los monstruos y huían en desbandada...

-Tendremos que andar entre ellos y confiar en que sean pacíficos -dijo Frank, aunque la idea no le hacía ninguna gracia-. Es la única forma de que localicemos al dueño del libro.

Leo sacó el manual encuadernado en piel de debajo del brazo. Había pegado una nota en la portada con la dirección que le habían dado los enanos en Bolonia.

-La Casa Nera -leyó-. Calle Frezzeria.

-La Casa Negra -tradujo Nico di Angelo.

Andy sonrió por el intento fallido de Frank por no dar un respingo cuando se dio cuenta de que Nico estaba a su lado. Ese chico era tan callado y pensativo que parecía desmaterializarse cuando no hablaba. Puede que Hazel hubiera resucitado de entre los muertos, pero Nico recordaba mucho más a un fantasma.

Los Hermanos Jackson: La casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora