Capítulo 20 Carolina

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Abu estaba sentada en un banco delante de las fuentes. Como siempre, parecía absorta: era como si estar allí le creara una sensación de dolor y felicidad a la vez. Era difícil de explicar... Parecía estar emocionada al estar en el lugar donde la vieron nacer y crecer, pero al mismo tiempo algo oscuro la perseguía. Esta era la dualidad de su realidad.

—Abu –dije en un tono dulce.

—La pequeña de la casa –dijo suavemente mientras daba un par de golpes a su lado para que me sentara más cerca–. Me alegro de ver a mi hijo y a ti así de felices.

Me sonrojé. Busqué a Jason con la mirada y sonreí al ver que tenía a Alex entre sus brazos, dándole unos azotes en la cabeza. Cavernícolas. Disfrutaba viéndole discutir así con sus hermanos: de esa forma dulce, pero a la vez tan masculina. Esa forma extraña y rara que tienen los hombres de decirse te quiero, a través de golpes en el pecho. En fin, ya sabemos todas cómo son.

—¿Qué tiene este sitio de especial para ti? –pregunté.

Sus ojos seguían fijados en las fuentes.

—La leyenda dice que hay que pedirle un deseo a cada fuente –suspiró–. Pero yo no pedí siete deseos.

—¿Y qué hiciste, entonces? –pregunté con curiosidad.

—Yo hice siete promesas: una en cada fuente. Solo vuelvo al pueblo cuando cumplo una promesa.

—¿Y cuántas te faltan?

—Ninguna –finalizó.

Me dio una palmada en el muslo y miró al frente, con una sonrisa enorme en sus labios ¿Cuáles serían, esas promesas? No podía mover los ojos de Abu... Ni dejar de imaginar todas las promesas que prometió que cumpliría y cumplió.

—Te mueres de curiosidad, ¿eh?

Escondí una sonrisa entre mis labios. La verdad es que sí: me moría de curiosidad por saber todas y cada una de sus promesas.

—Sola te diré una –se puso seria y miró un segundo hacia el cielo–. Mi última promesa fue encontrar a alguien que amara a esos chicos tanto o más que yo, y que los mantuviera unidos como la familia que son.

Sonó como una confesión entre dos amigas. La miré, y no me sorprendió comprobar que tenía puestos los ojos en sus hijos. Luego giró la mirada hacia mí y me sonrió:

—Esa persona eres tú, Carolina –terminó mientras cogía mi mano con dulzura.

Me miró fijamente y le aguanté la mirada. Apreté su mano diciéndole con gestos lo que no podía decirle con palabras. Siempre voy a amarlos, pero me preocupaba que Abu me hiciera esa confesión. En el fondo de mi corazón, tenía miedo de que le pasara algo a ella, y que por eso se estuviera sincerando.

—Nadie cuidará de tus hijos mejor que tú. ¿Pasa algo, Abu? ¿Estás enferma? –pregunté, para no bombardearle con todas las preguntas que pasaban por mi mente.

—No, no... No estoy enferma, pero sí mayor. Y los años pesan, pequeña.

—No quiero que te pase nada... Yo también te necesito –dije en un sollozo.

—No quería hacerte sentir mal –me abrazó contra su pecho–. Solo prométeme que los cuidarás si me pasara algo, ¿vale?

Asentí contra su pecho, y tuve una certeza. La familia es la que día tras día te hace sentir segura en tu propia piel. Es esa en la que los errores, vivencias y momentos son solo esos: errores, vivencias y momentos que compartes con la gente que te hace feliz. Es aquella que no te juzga hagas lo que hagas. Esa que a mí me hizo sentir que había llegado el momento de volver a ilusionarme, de dejar de castigarme por la muerte de mis padres, y de desear ser una humana más en este mundo, con mis más y mis menos; pero humana, al fin y al cabo.

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