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Dereth Watson:

No mentiré diciendo que estuve el domingo, o el resto de la noche del sábado durmiendo tranquilamente. Luego de que Lorelaen se fue de mi casa, me la pasé persiguiéndola, llamándola e incluso fui unas cuatro veces a su departamento, pero no, ni siquiera contestó una de mis llamadas. Estaba desvelado desde las 4:30 y no tenía intención de volver a dormirme, por lo que me puse a ordenar la casa y resolver algunos contratiempos.

A las 7:30 como de costumbre, me alisté sin mucho ánimo, y una vez que desayuné, tomé mis llaves del estante principal, donde siempre las dejaba, para luego dirigirme al auto y marcar en el GPS la dirección donde recogería a Neena, porque sí, había quedado en comenzar, desde el lunes, las terapias serían en lugares abiertos y nuestro destino era el parque.

Me estacioné justo en frente de la casa y vi de reojo como una mujer entraba tambaleándose y cerraba la puerta con fuerza. Salí del auto dispuesto a entrar, pese al acontecimiento visto. Toqué suavemente la puerta con mis nudillos. Débora, que había entrado bastante ebria me recibió, apoyándose de forma exagerada, mientras me examinaba sin disimulo.

—Buenos días señora Rodríguez. ¿Se encuentra su hija? —carraspeé para que me prestara atención, aunque no fue necesario porque una cabellera negra bajó por las escaleras con las manos en los bolsillos de su abrigo.
Al acercarse obtuvo por parte de su madre una mirada reprobatoria la cual ignoró y siguió hasta llegar a la puerta.

—Neena —se dignó a hablar la mujer—. ¿Cuánto le has pagado? —balbuceó entre risas, dejándome perplejo a punto de intervenir—. Porque para que alguien te invite a salir debe de haber dinero de por medio —dicho esto soltó una carcajada, pero la menor se mantuvo calmada, acomodando sus gafas oscuras.

—Señora, cuide sus palabras, su hija merece más respeto —la mujer volvió a reír ante lo que yo emití serio.

—No, lo decía porque… —volvió a mirarme de arriba abajo—, yo podría pagarte el doble.

Neena sin dejarme contestar, se apresuró en cerrar la puerta, dejando a su madre dentro y a mí con bastante impotencia. Pero cuando miré a la de cabellos negros, ella sólo se encogió de hombros, algo que hacía con bastante frecuencia. 

—Hace un día bonito ¿no? —habló de repente a pesar de apenas susurrar.

—Sí, me alegro de que hallas aceptado venir conmigo —le indiqué que subiera a mi auto y una vez que se sentó en el asiento del copiloto comencé a conducir.

Nadie habló, sin embargo, no era un silencio incómodo, más bien tranquilo. Ella contemplaba el paisaje por la ventanilla dejando que la brisa otoñal moviera su cabello, yo la miraba por el espejo retrovisor y soltaba una que otra risita. Verla así, me hacía sentir bien, era como si todo fuera diferente y ella no estuviera triste, sino despreocupada y risueña.
El viaje fue un transcurso rápido, pues no tardamos en llegar. Estacioné sin prisa y salí dispuesto a abrirle la puerta, pero para mi sorpresa ella ya esperaba fuera con las manos en los bolsillos y sin quitar esas grandes gafas negras.

El silencio seguía de nuestro lado, incluso cuando ya estábamos sentados debajo de un gran árbol en uno de los bancos. Ambos mirábamos la nada, hasta que la oí soltar un inaudible suspiro.

—Por lo menos suspiraste, pensé que no hablarías —dije mirándola.

—Hablar no es suspirar —me cortó con voz tranquila.

—¿Entonces que es un suspiro? —pregunté curioso.

—Bueno —posó sus ojos negros en los míos—. Un suspiro es simplemente el aire que nos sobra por alguien que nos falta —dejé que en mi rostro se dibujara una pequeña sonrisa triste, a pesar de que la frase resultó muy poética, sabía a qué se refería.

—Tienes razón entonces, hablar no es suspirar.

No obtuve respuesta, seguía sin mirarme, ni siquiera volteaba su rostro a mi dirección, y yo aún curioso del porqué de aquellas gafas en un día nublado carente de sol.

—¿Ves bien con esos lentes? —comenté intrigado—. ¿No te molestan con el día nublado?

—Cuando estás acostumbrado a ver las cosas oscuras, la poca luz no infiere — susurró.

—¿Y no crees que hay alguna manera de cambiar eso? —le sonreí animado.

—Sí, la hay. ¿Pero para qué? No veo motivos —una vez que terminó de hablar suspiré para llevar mi mano sobre la suya que estaba en el borde del banco, dando un ligero apretón, algo que ocasionó que me mirara.

—Motivos hay de sobra, pero de nada sirve que te los diga, eso es algo que tienes que descubrir y… sé que lo harás.

Intentó forzar una sonrisa, aunque terminó en una mueca graciosa que me hizo levantar la ceja y a ella sonreír de manera genuina por primera vez.

—Esas gafas están ocultando tus bonitos ojos, ¿sabías? —me recosté al banco.

—¿Bonitos dices? Ja —volteó su rostro en mi dirección con una expresión llena de sarcasmo y yo asentí.

—Para que los ojos sean bonitos no tienen que ser verdes o azules, sino transparentes como los tuyos, que me dejen ver lo que tus palabras no me dicen y lo que tu silencio calla —pude ver cómo sus pálidas mejillas se tornaban de color rosa—. Al igual que tú sonrisa que…

—No se deje guiar por las apariencias, hasta las sonrisas más sinceras pueden ser máscaras para el dolor —me interrumpió volviendo a su tono frío y cortante, pero esta vez, con un apéndice de nostalgia.

Volteé mi rostro hacia la dirección donde ella miraba, visualizando un pequeño carrito donde vendían conos de helado y en esos momentos una familia de cuatro personas le compraba a su hija menor uno de chocolate.

—Neena, ¿quieres un helado? —negó, aunque algo en sus ojos me decía que sí, por lo que, sin dejar de sonreír, la tomé de la mano y la jalé, haciendo que comenzara a correr conmigo con notoria sorpresa en la dirección del vendedor.

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