VII

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A mediados de Noviembre, le hablaron de la dirección a mi padre para informarle que sería suspendido unos días, pues una prefecta me había sorprendido fumando detrás del gimnasio.

—Hablamos cuando llegue tu mamá —me dijo en el auto.

En la noche, al llegar quien faltaba y habiendo dejado a Tara con una vecina, recibí ese sermón que esperaba; pero había dos cosas las cuales no predije:

Que mi madre también fuera sujeto de esos regaños.

—¡Tatuajes! ¡Puras notas reprobatorias! ¡Sale todas las noches a quien sabe dónde con quién sabe quién! ¡Es un alcohólico! ¡¿Y ahora fuma?! —le gritó de frente mientras sostenía una caja de cigarros en su mano—. ¿Reconoces esto, Irene? ¿Quién más consume esta basura?

—Mati, yo no... —respondió nerviosa—. N-No sé cómo los encontró.

—Esto es tu culpa. Si no fueras tan suave con él, esto no habría pasado. Lo estás convirtiendo en una copia de tu adolescencia. No pareces entender que estos hábitos asquerosos podrían llevarlos a su muerte.

Y que él me dijera la frase que más temía de niño, peor que a cualquier monstruo debajo de la cama:

—No sé qué hice mal para merecer un hijo como tú.

Me quedé en silencio desde que empezó, hasta que subió las escaleras al segundo piso y nos dejó a mamá y a mí solos en la sala. Ella se quedó un momento quieta, en shock, y se volteó hacia mí para poner sus palmas a los lados de mi cara.

—No lo escuches. No lo quiso decir. Solo está estresado por la junta que tuvo ayer.

Me abrazó.

—No eres malo, corazón. Todos cometemos errores. —Suspiraba entre cada oración, acariciando mi espalda—. Yo sé cuánto te esfuerzas y lo difícil que es. Te juro que nunca dejaré de apoyarte. Haría lo que sea por verte feliz.

Agradecí las palabras, pero no pude dejarlas asentarse, pues a pesar de amarla como si yo fuera suyo, su opinión al lado de la de mi padre era casi insignificante. Era la aprobación de él la que siempre busqué, su cariño y su aceptación. Que al fin admitiera no estar ni un poco orgulloso de mí fue el corte en esa soga deteniéndome de seguir mis peores impulsos.

—Espérame aquí, ¿sí? Iré a hablar con él. Pon una de esas series que te gustan mientras. —Tocó mi mejilla una última vez—. Te haré algo de cenar cuando baje y la veremos juntos.

Cuando ella se fue, también lo hizo todo pensamiento racional.

Salí por la puerta principal sin antes tomar un abrigo, sin pensar en las cámaras grabando la prueba de mi escape ni revisar si mi celular tenía suficiente carga. No importaba. No planeaba sobrevivir la noche.

Corrí hasta que los ladridos de los perros se desvanecieron, hasta que mis piernas no pudieron y mi condición deplorable me tuvo jadeando sobre un puente. Me detuve a ver el cielo oscuro, nublado y sin las estrellas que extrañaba de mi primer hogar; a escuchar los autos rompiendo el aire y haciendo el suelo debajo de mis pies temblar. Miré hacia la carretera. No sentí miedo, pero el aire hacía arder a mis ojos sin la protección de las lentillas, por lo que vi al otro lado, hacia el vacío lleno de luces artificiales borrosas pasando la baranda.

Me quedé allí un largo tiempo, aunque no sentía que los segundos pasasen. Cada sonido permanecía igual.

Miré al fondo del vacío y, por un momento, consideré...

—¿Eh?

¿Qué hacía allí?

No recordaba haber salido de casa, ni siquiera haber ido a clases.

¿No estaba en mi cuarto jugando con mi mejor amigo?

¿En qué momento me volví tan alto? ¿Cuándo construyeron carreteras en el pueblo? ¿Dónde estaban mis gafas?

¿Dónde estaba él?

Estaba ausente y presente al mismo tiempo. Mis manos eran fascinantes. El concepto de la mente, de que podía moverlas sin darles la orden verbal, era imposible de entender. Me desconocí a mí mismo, como si fuera un alienígena que tomó prestado el cuerpo de un ser humano promedio y se burlaba de su mortalidad y la insignificancia de su existencia, aportando nada a revertir el daño en el medio ambiente o descubrir un planeta mejor, uno en el cual no existiera el dinero, la escuela, el trabajo, la enfermedad, la muerte...

El recuerdo llegó como un disparo.

Puse mis manos en el metal frío y oxidado. Recargué mi abdomen ahuecado en él, la mitad de arriba de mi cuerpo inclinado hacia adelante, a nada de hacerme caer. Mientras un camión de remolque pasaba detrás de mí, tomé aire, abrí la boca.

Y grité.

Hasta que mis cuerdas vocales dolieron. Hasta que mis oídos ensordecieron. Durante ese momento en que el mundo a mi alrededor se detuvo, grité con todo el aire en mis pulmones. Maldije lo que conocía, lo que no podía tener y lo perdido. Esta ciudad sobrepoblada sin cielos estrellados, su montón de edificios en lugar de montañas, y la falsa promesa de un hogar feliz que me hicieron mis padres al venir aquí podían irse al diablo.

No había odio en mí. No sabía identificarlo y me negaba a aceptarlo. En lugar de cualquier sentimiento similar, solo sentí tristeza, un luto profundo por esos ocho años de inviernos soleados y por quien creí era mi alma gemela.

Caí sobre mis rodillas en la banqueta. El impacto dolía, más no tanto como mis pulmones jadeando por aire mientras mis lágrimas caían.

No tenía a nadie.

Nadie me amaría por quien realmente soy. No era ni lo suficientemente atractivo para algo momentáneo.

Justo como dijiste, no era nada sin ti.

──────────────

No me recibiste de ninguna forma que veía venir cuando abriste la puerta. No te burlaste por verme llegar cual perro con la cola entre las patas. No me preguntaste qué había pasado ni por qué mi ropa estaba sucia. Abriste los brazos y me dejaste aventar mi cuerpo contra el tuyo. Cerraste la puerta y me sostuviste todo el rato que lloré.

—Ahora lo entiendes, ¿no? Ellos no te aman como yo —me dijiste al oído—. No les importas tanto como a mí.

Levanté mi cabeza. Te vi detrás de pestañas mojadas, mi cara probablemente pareciéndote grotesca por los fluidos en los que estaba cubierta, o tal vez te encantaba y por eso no apartaste la vista y acariciaste mis labios temblorosos. Sentí mariposas en el estómago; no era hambre, me dije a mí mismo.

—Por favor... —te pedí con mis labios en los tuyos y mi mano en tu cinturón.

Esa noche me cogiste en el sofá con una fuerza que no me habías mostrado antes, una que me tuvo gimiendo por placer y dolor al mismo tiempo, pero era un dolor bueno, pues cumplía su función de distraerme. No me callaste como siempre. Te excitaba tenerme así, vulnerable y completamente entregado a ti.

—Mierda, Tommy. ¿Qué te pasó? Se te ven los huesos.

No pensé en la ironía de ese comentario. Estaba perdido en ti, ilusionado porque al fin lo hacíamos cara a cara como antes.

—¿Qué tanto me ves, eh? —preguntaste entre gruñidos.

—Tus ojos...

—¿Qué?

—Me gustan mucho tus ojos...

Me enseñaste una sonrisa de dientes blancos.

—¿Sí? —respondiste—. ¿También te gusta esta verga?

Todo aquel "amor" hacia ti que sentía volver poco a poco se fue en cuanto dijiste eso. Recuperé la conciencia que perdí horas atrás.

Ahora solo había repudio en mí.

Había aceptado la realidad. Eras ese tipo de hombre y nunca cambiarías, lo cual estaba bien.

Estaba bien si salías con otras personas, si me mentías. Que me dieras esa atención, aunque no fuera más que a ellas, era suficiente. Ese sería tu único propósito en mi vida.

Dos podían jugar a ese juego.

MFDL | Murder Your MemoryOnde histórias criam vida. Descubra agora