Capítulo 37

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Una espesa y oscura niebla cubría el lugar, un intenso manto de brumas u humo que impedía al ojo humano ver más allá de un metro de distancia, una gran masa neblinosa que ocultaba cualquier rastro del cielo o luz proveniente del sol y dificultaba la respiración. Cenizas y ascuas caían sobre el lugar como una intensa lluvia ardiente, entrando en los pulmones y quemando el interior de estos con el simple acto de respirar, y a la distancia, podía percibirse el resplandor carmesí de llamas altas como torres, cuyo intenso ardor podía percibirse incluso a cientos de metros de distancia.

El suelo era un charco de sangre caliente, tanto que el solo caminar sobre él hacía arder cualquier calzado, derritiendo la carne del hueso. Por todas partes, en este grotesco escenario, los restos carbonizados de hombres y caballos se amontonaban por todas partes, figuras grotescas y retorcidas, prácticamente hechas cenizas, cocidas dentro de sus propias armaduras, de las que ni de ellas quedaba rastro alguno ya, consumidas por el destructor fuego rojo como la sangre. La sangre se había fundido con el acero derretido de miles de armas y armaduras.

El chico caminaba perdido entre aquel infierno, desorientado, confundido, exhausto, presa de un dolor tal que ni siquiera le permitía gritar, pues ni para eso sentía tener fuerza suficiente, solo concentrado en seguir avanzado, buscando la salida de aquel lugar caótico y repleto de muerte y devastación.

De su boca solo surjían pequeños sonidos graznantes, pues las cenizas habían quemado su garganta, y el simple hecho de intentar emitir un sonido era una agonía, empapando de sangre sus labios, evaporándose está al simple contacto del ardiente aire.

Ni el mismo sabía cómo seguía vivo, pues su cuerpo yacía semihundido en aquel mar de sangre, con su carne u piel consumida por el fuego, rodeado de los restos de aquellos a cuyo lado luchó y también los cuerpos de aquellos contra los que combatió. El fuego no conoció bando: Amigo o enemigo, aliado o contrincante, soldado o caballero, noble o plebeyo, invasor o defensor...todos se hicieron con la muerte cuando el infierno cayó sobre ellos en el campo de batalla

El dolor en su carne expuesta era demencial, pero aún así, se vio obligado a erguirse, y comenzó a caminar, cada paso una agonía torturante.

Durante lo que parecieron horas, o días, pero también minutos o segundos, pues en su mente no tenía noción del tiempo transcurrido, buscó por el lugar cualquier rastro de vida, alguien que hubiera logrado, como él, tener la suerte de sobrevivir. A lo lejos, conforme avanzaba, podía vislumbrar la silueta de una enorme fortaleza, que se alzaba sobre una montaña, de muros y torres de piedra negra oscuros como la noche, dominando el lugar como un estoico guardián. No recordaba ya el nombre de aquella edificación, o no quería hacerlo, no queriendo rememorar el que los había traído allí, simplemente para ser diezmados ante un poder contra el que no valían ejércitos ni armas.

-¿Dónde estáis?- Alguno de sus compañeros tenía que haber sobrevivido, alguno tuvo que levantarse como él, desafiando a la inevitable ola de devastación que inundó todo como una tormenta surgida de las mismísimos entrañas del Averno. Sus compañeros eran, fuertes, mucho más que él, si había sido capaz de sobrevivir, ellos también deberían estar por aquí, buscándo como él cualquier rastro de supervivencia.

-No busques más, hijo de hombre, no hay nada aquí ya que respire, solo tú, tu has osado sobrevivir a mis llamas, Anomalía- Una voz gutural surgió de entre las sombras, una voz profunda como el interior de una caverna, carga de poder y muerte, que no podía pertenecer a ningún humano o ser conocido, ni siquiera a un dios.

El niño se volvió, presa del terror, que lo hizo sudar solo para que aquel líquido se evaporara a causa del calor de su cuerpo maltrecho. A sus espaldas, el humo y la niebla fueron presa de la presión del viento, provocado por aquel aleteo que podía tumbar torres y castillos, y fue entonces consciente de la silueta de aquel titánico ser, apenas visible entre el manto de oscuras brumas. Solo el resplandor de sus escamas rojas como la sangre y el brillo de sus ojos dorados podía verse entre las brumas que dominaban el lugar. Como ese coloso podía ser capaz de surcar el cielo con ese tamaño, solo los dioses lo sabían...

La Leyenda del PretorianoWhere stories live. Discover now