Capítulo XXXVII

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Alyona cruzó la puerta en silencio, pero sus grandes ojos observaron con atención todo lo que la rodeaba. Gavriil, incómodo, se sintió como si lo estuvieran examinando.

—Siéntate en el sofá, si quieres —dijo, llevándola al salón de su apartamento—. No tengo hielo... ni tampoco paquetes de guisantes, ya puestos. Tendrá que valer con un trapo con agua fría.

—Gracias —musitó ella, sentándose sin perder detalle.

El joven carraspeó y fue a la cocina para mojar el trapo. El olor de Alyona comenzó a extenderse por la estancia. ¿Cuánto tardaría en llenarlo todo? ¿Cuánto tendría que pasar antes de que desapareciera por completo?

Daba igual. Mientras mojaba el paño y lo escurría, se dijo que no importaba. Esa niña no tenía adónde ir. No lo había dicho, pero estaba claro. Todas esas noches en la calle, esa mirada solitaria...

Y alguien le había pegado, y fuerte. Debía dolerle mucho.

Notó que estaba gruñendo cuando se acercaba a ella. Alyona lo miró con interés, no con miedo, y por una vez Gavriil no se avergonzó de que hubiera algo en él expresando sus emociones.

—Gracias —murmuró la muchacha, aceptando el trapo, y se lo puso sobre la mejilla sin un quejido.

—¿Puedes decirme qué ha pasado?

Se retrajo. Casi la vio encogerse, aunque solo apartó la mirada y se volvió hacia la ventana. Gavriil se sentó a su lado, y esperó.

—Mi padre es un buen hombre —dijo—. Al menos, así lo ve la gente. Y así debería ser. Duro, pero justo e imparcial. Es juez. Es un hombre importante. Como todos los hombres importantes, a veces tiene necesidades y paga para suplirlas. Mi madre era prostituta y se quedó embarazada.

La historia le resultaba más sórdida de lo que había esperado. Sin saber qué hacer, carraspeó y tocó ligeramente la mano de Alyona. Ella no se volvió.

—Cuando lo supo, mi madre le hizo chantaje —continuó con calma—. Dijo que diría a todo el mundo sus secretillos de cama. Mi padre no estuvo seguro de que fuera suya hasta que tuve tres años y me hizo las pruebas.

—En... tiendo.

Por fin la chica se giró y lo miró con sus sabios ojos. Los tenía secos ahora, pero su mejilla seguía marcada por la bofetada.

—Mi padre es un buen hombre —repitió—. Eso dicen. Pero en casa el monstruo muestra sus verdaderos colores. No tiene colmillos ni gruñe como un tigre, pero sí tiene las manos muy largas.

—Te pega.

—No sistemáticamente. Pero está siempre enfadado. Furioso. Vive en un chantaje continuo. Eso lo entiendo. La paga conmigo. Cuando me ve, sabe que existo para ser la encarnación de ese chantaje.

—¿Pero y tú qué puta culpa tienes?

Al notar su propia ira, Gavriil apretó los labios y calló. Ella lo miraba con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada.

—Eso me pregunto todos los días —aceptó en voz baja—. Pero le da igual, así que he aprendido a esquivarlo. Voy a clase y hago muchas actividades extraescolares. Se supone que salgo con mis amigos todas las noches hasta que mis padres ya hace rato que están acostados. Me voy antes de que él llegue, pero... hoy vino antes. El juicio fue más corto de lo esperado. Estaba de muy mal humor. Yo iba a salir, él lo supo y se enfadó.

—¿Solo porque salieras?

—No le gusta que salga. Creo que sabe que huyo de él, pero no puede decirlo en voz alta. Me agarró del pelo y me empujó contra la pared. Luego tiró y me dio una bofetada.

—Joder.

Gavriil tuvo que levantarse y empezar a caminar por la habitación. Comenzaba a ver en rojo, pero no era el rojo de las lágrimas. Tenía los ojos secos y muy calientes. Estaba furioso. Y esa clase de emoción ya no le resultaba conocida.

—Creo que se asustó cuando me caí contra el pico del mueble —comentó Alyona, llevándose la mano al brazo, y Gavriil sintió que el estómago le daba un vuelco—. Por eso pude salir.

—¿Te duele? —musitó él.

—Un poco. No es grave, estoy segura.

—Déjame ver.

Fue a encender la luz del salón, y cuando se volvió, ella seguía mirándolo, quieta.

—Soy enfermero —la tranquilizó—. Solo voy a examinar el brazo, ¿vale?

Tras unos momentos, Alyona asintió. Se quitó el jersey con lentitud, usando sobre todo la mano derecha. Era cierto, debía estar dañado. El joven no lo había notado. No se quejaba y no se lo protegía de un modo evidente.

«Dios», pensó mientras ella se quitaba también la camiseta interior. «¿Qué mierda le han hecho a esta criatura?».

Finalmente la chica se quedó solo con el sujetador. Gavriil trabajaba a diario en un hospital y ya no se incomodaba ante las extensiones de piel o la ropa interior. Aun así, le resultó un poco perturbador.

Se concentró en el brazo. Tenía un moratón evidente un poco por debajo del hombro. Se mordió el labio inferior y se acercó con cuidado, arrodillándose y tendiendo las manos para examinar la zona.

Alyona no se quejó cuando la tocó, pero el joven pudo notar que contenía el aliento al rozarle la piel amoratada.

—¿Puedes moverlo? —preguntó.

—Sí.

—¿Te duele al hacerlo?

—Sí.

—Vale, no lo muevas. Deberías hacerte una radiografía.

Ella alzó una ceja.

—Lo digo en serio —replicó Gavriil, frunciendo el ceño—. El golpe contra el canto de una mesa o una encimera puede provocar una rotura en el hueso. Como mínimo, hay que asegurarse.

—No quiero que vuelvan a encontrarme en el hospital.

El joven se quedó callado un momento.

—Te echaron la bronca, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—¿Tu padre te... pegó?

—Cuando llegamos a casa me zarandeó y me empujó sobre el sofá diciendo que era una inútil y no valía para nada. Luego se fue. No fue tan grave como otras veces.

«Mierda, mierda, mierda». Gavriil se levantó.

—Yo te llevaré —dijo—. Te haré la radiografía y le pediré a Valerian que te firme el alta. No avisaremos a tus padres.

Ella lo miraba intensamente.

—Prométemelo.

—Te lo prometo, Alyona. Tus padres no se van a enterar de esto.

Después de unos momentos, la muchacha asintió lentamente.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora