Capítulo XI

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—¿Yaromir? —llamó de inmediato, y le tembló la voz—. ¿Yaromir?

—¡Sssh!

El siseo vino de la caseta, frustrado e impaciente. El vampiro salió, cerrando tras de sí, y le lanzó una mirada de reproche.

—No hables tan alto —le exigió en voz baja—. Lo vas a despertar.

—¿Despertar?

Pero Gavriil ya lo sabía. Había alguien ahí dentro. Alguien que dormía, inquieto, y olía a algodón de azúcar. Comprendió lo que estaba pasando, porque era una amenaza que pendía sobre su cuello desde que fue convertido en vampiro.

Se había asegurado que cuando llegara el momento sentiría alivio. Lo que sintió fue pánico, culebreando por su columna vertebral y comenzando a morderle las entrañas.

—Y una mierda —espetó.

Fue hacia la puerta, no estaba seguro de para qué. Para verlo con sus propios ojos, tal vez. Para coger a esa persona y alejarla de Yaromir. Para matarla, y así no podría sustituirlo.

El vampiro lo agarró del cuello antes de que alcanzara el pomo. Lo levantó del suelo como si fuera un muñeco y lo lanzó por los aires.

Gavriil golpeó el suelo hecho un ovillo, se agazapó y lo miró furiosamente.

—¡Y una mierda! —espetó, tentando su suerte, tentando la ira de Yaromir.

No obstante, él lo miró con cierta lástima, pero nada más.

—Vamos, tontito, sabías que este momento iba a llegar —le recordó.

—¡Me niego! —espetó Gavriil—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Tú me convertiste en esta cosa! ¡Tú me hiciste lo que soy, y ahora...! ¿¡Ahora pretendes darme la patada!? ¡Los cojones! ¡No puedes!

—Claro que puedo. Es un poco pronto, pero estoy seguro de que serás capaz de controlarte y ser un buen chico, ¿verdad?

—¡No!

Algo se rebelaba en su interior ante la idea de ser abandonado, de quedarse solo. Era un vampiro por su culpa. Era un monstruo por su culpa. No tenía un hogar al que volver, una familia a la que suplicar perdón y auxilio. Si Yaromir lo echaba a un lado, se quedaría solo, convertido en un ser de oscuridad y sangre.

No podía soportarlo. Prefería mil veces estar bajo su dominio que la alternativa.

—No me controlaré —amenazó, levantándose—. Dejaré salir a esta cosa que tú pusiste dentro de mí. Mataré gente sin control, habrá una masacre.

Yaromir no pareció impresionado. Se encogió de hombros.

—Bueno, ese será tu problema, y no el mío —dijo, y extendió una mano—. Ahora ven aquí.

—¡No! ¡No me vas a hacer esto, grandísimo hijo de...!

—He dicho... que vengas aquí.

Todavía le pertenecía, comprendió Gavriil con un gruñido de impotencia. Sus piernas, a pesar de todo su esfuerzo por resistirse, avanzaron hacia el vampiro. Él lo observó.

No, nunca había habido cariño en aquellos ojos. Desde el principio no fue más que un error, una carga.

Saberlo no lo hacía más fácil. El miedo y el rechazo se habían adueñado de sus entrañas. Quería evitarlo a toda costa. Quería seguir como estaba. Quería que se acabara la pesadilla.

—De rodillas —susurró Yaromir.

—Por favor, Yaromir... —Como gritar no servía, Gavriil comenzó a suplicar—. Por favor, no me hagas esto.

—Te vas a hacer mayor, querido. No será doloroso.

—Por favor, por favor, por favor...

Pero cayó de rodillas como le habían dicho, y cuando el vampiro se lo ordenó, el joven, temblando, le mordió la muñeca. La sangre comenzó a manar, más fría que la de un humano, más poderosa de lo que habría soñado.

Gavriil quería escupirla, alejarse, pero no pudo. Bebió. Mientras bebía, mientras sentía que esa sangre le bajaba por la garganta, sintió la afectuosa caricia de Yaromir en la cabeza.

Después apartó ambas manos, y el joven quedó de rodillas, temblando y con los labios manchados. Lo miró con desesperación, con súplica, pero al vampiro no le importaba. Nunca le había importado.

—Ahora será mejor que te vayas —le recomendó con indiferencia—. No tengo tiempo para ti. Tengo que ocuparme de mi pequeño.

Gavriil ni siquiera pudo hablar mientras Yaromir abría la caseta y volvía a entrar. Cerró tras de sí. Lo dejó fuera, mientras comenzaba a picarle la garganta y escocerle los ojos, mientras su corazón, que hacía dos años que no latía, parecía sangrar de agonía.

Cuando logró ponerse en pie, lo sintió. En su alma, en su cuerpo, en su cabeza, notó el modo mezquino en que el vínculo que los había unido se deshacía como si el fuego lo hubiera quemado.

Del lazo entre un cachorro y su sire solo quedaron las cenizas. Desorientado y perdido, Gavriil hizo lo único que se le ocurrió: retrocedió, fue hacia las escaleras, y se alejó de allí.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora