Capítulo X

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El olor de la vida golpeó su nariz en cuanto puso un pie en el interior del edificio y comenzó a bajar de la azotea. Cuanto más descendía, notó, más sangre había tras las puertas. Más apartamentos ocupados, más personas en los atestados salones.

También había más voces. Las utilizaba para distraerse y pasar de largo: concentraba toda su atención en los oídos, y por encima del rumor de la sangre en las venas, del latido de los corazones, escuchaba las conversaciones.

Discusiones, en su mayoría. Incluso un humano podía oír a la señora del 4A gritarle a su marido que era un mierda, un don nadie y un borracho. Por debajo, dos hermanas de mediana edad cotilleaban al respecto y auguraban que estarían haciendo el amor como perros esa misma noche a más tardar.

En el portal, Gavriil se encontró de bruces con los inquilinos del entresuelo. La mujer, de no más de veinticinco años, se disculpó por bloquear su camino y trató de empujar la silla de ruedas de su abuelo, que se había atascado en el pequeño escalón.

El joven no respiraba. Contenía el aliento, aunque eso no impedía que su nuevo y sobrenatural sentido del olfato captara partículas de olor contra su voluntad. La hierba en las ruedas de la silla, el chocolate derritiéndose en la mochila, la loción de afeitar del anciano, y la sangre, maldita y deliciosa sangre, que rugía y latía bajo la piel apergaminada del hombre, la fina y tersa de la mujer.

Gavriil sujetó la puerta, cogió el manillar de la silla y tiró hacia abajo para equilibrarlo sobre las ruedas traseras. El corazón de su vecina se aceleró mientras torpemente intentaba no estorbar al introducir definitivamente la silla.

—Muchas gracias —dijo con una atribulada sonrisa.

El joven se esforzó por sonreír a su vez. Luego, sin una palabra, se lanzó a la calle.

El ruido de los motores y el hedor del tráfico fueron como una bocanada de aire. Tenía sus órdenes, pero eso no significaba que fueran fáciles de seguir. Anhelaba morder. Anhelaba desgarrar. Anhelaba sorber cada gota de vida.

No, se recordó, y no por primera vez. No era él quien quería todo eso. Era esa oscuridad que se había asentado en su interior, la oscuridad que Yaromir había creado.

Pero pronto todo eso dio igual, porque el rugido de la sangre y el olor seductor de media docena de presas comenzó a embotar sus sentidos, azuzando a la bestia.

Otro método que utilizaba a desgana para controlarla era centrarse en la obediencia.

«Encontrar un lugar adecuado», se recordó.

Metiéndose las manos en los bolsillos de una chaqueta que no necesitaba, Gavriil echó a andar con paso firme. Sin saber que entre ellos se deslizaba un depredador, los humanos seguían con sus quehaceres y vivían una noche más en la ignorancia.

El joven acotó su radio de acción a los barrios bajos, y en ellos, buscó los edificios que tuvieran un ático desocupado. A partir de ahí, empezó a cribar, desechando los bloques más habitados.

La suerte lo llevó a un pequeño edificio de apenas cuatro plantas, sin ascensor y con escaleras diminutas. El estado era lamentable, y en el portal unas cintas cruzadas indicaban que era inhabitable. Se había programado su demolición para... «indeterminado».

Nadie viviría en él salvo los okupas ocasionales, pero el alcalde no había encontrado un hueco en su ajustado presupuesto para pagar la demolición y posterior reconstrucción.

En verdad el ático era patético y tenía demasiadas entradas de luz, incluyendo un agujero en el techo. No obstante, el primer apartamento de la segunda planta tenía unas condiciones aceptables, las persianas estaban cerradas y había algún mueble abandonado.

La acumulación de polvo era infernal y había ratas y cucarachas, pero también había paredes, algún armario y un sofá un poco cojo. Mejor que los almacenes y las chozas de campo que apenas merecían tal nombre.

Como eran vampiros, razonó mientras observaba el triste y desamueblado dormitorio principal, tampoco necesitaban camas. Aunque echaba de menos acostarse cuan largo era en una superficie cómoda.

A veces añoraba su cuarto. Añoraba sus cosas. La seguridad del hogar.

Pero pensar en su casa, en su familia, le provocaba sentimientos dolorosos. Sus padres quizá seguían de luto. Tal vez incluso se habrían separado, destrozados por la pena de perder dos hijos... o quizá eso los había acercado más.

Gavriil no lo sabía. En parte, era un tormento. En parte, un alivio. Sin él, sus padres estaban mejor. No como Oksana.

Golpeó la pared antes de pensarlo. El impacto le hizo arder los nudillos, y dejó una marca importante en el endeble yeso. El joven hizo una mueca.

—No está peor de lo que ya estaba —se dijo, mirando alrededor—. Es patético, pero es habitable si no tienes que preocuparte de morirte por la acumulación de polvo. Quizá incluso podría limpiar y adecentarlo todo un poco.

Pero no antes de que Yaromir diera el visto bueno. Podía ser muy quisquilloso a veces, y en otras ver potencial en un cuarto no más grande que un aseo.

Con esta idea en mente, salió por el balcón y saltó a la calle. Las alturas tampoco eran un problema para los vampiros. Puede que no pudiera caminar por las paredes, pero tirarse desde un primer piso era una tontería para él desde que ya no era humano.

Luego corrió por los callejones para salir del barrio bajo, y al llegar al centro se movió con más discreción, conteniendo el aliento y recordando las instrucciones de su sire: no atacar a nadie.

En parte y renuentemente, Gavriil agradecía que Yaromir prefiriera la discreción. Era más fácil mantener su nivel de remordimientos en un límite que pudiera manejar. De lo contrario... se volvería loco.

El joven recorrió el centro y llegó al alto edificio. Era de madrugada, pero todavía había gente saliendo de bares y pequeñas discotecas, taxis que recorrían la calle, transeúntes borrachos. Además, en el edificio había gente. No quería que se quedaran sin cierre en la puerta principal.

Llamó a un timbre, y como no obtuvo respuesta, llamó a otro. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que alguien con un gruñido se limitara a darle al botón de abrir, y Gavriil entró en el rellano.

Subió rápidamente todos los pisos hasta la azotea. Seguro que alguien había espiado por la mirilla. Era un riesgo calculado, según su sire, uno al que él no terminaba de acostumbrarse.

En cuanto llegó arriba y el viento le dio en la cara, supo que algo iba mal.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora